Como vuelven las moscas a la miel, volvemos los españoles a discutir sobre el velo islámico; y, como las moscas en la miel, terminaremos muriendo, presos de patas en el atolladero de nuestras propias contradicciones. A suscitar contradicciones en el seno de Occidente lleva algún tiempo dedicado el Islam, acogiéndose a la doctrina preconizada por el libio Gadafi: «Alá garantizará la victoria islámica sin espadas, sin pistolas, sin conquista. No necesitamos terroristas, ni suicidas. Los más de cincuenta millones de musulmanes que hay en Europa lo convertirán en un continente musulmán en unas pocas décadas». Y, mientras llega la victoria garantizada por Alá, el Islam se entretiene proponiéndonos trampas saduceas que acorten esas pocas décadas.
Para poder entender el sentido de esta trampa saducea, si no queremos caer en la cháchara inepta de liberales y progresistas (que son ramas del mismo árbol emponzoñado), habría que empezar recordando una verdad incontrovertible: las civilizaciones las fundan las religiones; y, con el ocaso de las religiones, las civilizaciones se van apagando, hasta su extinción. La convivencia humana reclama una ligazón colectiva, una adhesión a una visión particular del mundo que sólo proporciona la creencia religiosa común: cuando tal creencia común arraiga, como ocurre en el Islam, es posible acometer con entusiasmo empresas conjuntas; cuando tal creencia común se disgrega, corrompe o sustituye por idolatrías de signo político diverso, como ocurre en Occidente, no sólo resulta imposible acometer empresas conjuntas, sino que la propia convivencia humana se torna insostenible. «Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro», escribió Will Durant; y en el Islam saben bien cómo precipitar esa destrucción.
En Occidente hemos resuelto arrancar los crucifijos de las escuelas porque vulneran la «libertad religiosa», que es como finamente se llama a la cristofobia rampante. ¿Y qué hacemos ahora con el velo islámico? El progresista (o sea, el cristófobo a calzón quitado) quisiera permitirlo, aduciendo que no es un «símbolo religioso», sino una costumbre inveterada entre musulmanes; cosa que provoca la risa floja, pues para el musulmán el orden social y cultural -como el político- se funda en el orden religioso. Por su parte, el liberal (o sea, el cristófobo a calzón atado) quisiera prohibir el velo islámico por la vía ordenancista, aduciendo que el reglamento de la escuela donde estudia la niña que se resiste a quitarse el velo exige que nadie lleve la cabeza cubierta; lo que, inevitablemente, conduce al callejón sin salida en el que la propia Esperanza Aguirre ha caído, para regocijo de los cristófobos a calzón quitado:
-Si el reglamento dice que no se puede llevar la cabeza cubierta, ni las monjas podrán llevar la cabeza cubierta.
Y así la trampa saducea consigue su propósito. Que en las escuelas se prohíba que las monjas lleven toca, los curas alzacuellos o los niños medallas del Sagrado Corazón es un logro orgiástico a cambio del cual los cristófobos a calzón quitado estarían dispuestos a aceptar que se prohibiese también el velo islámico. Y a lo que hasta los propios musulmanes accederían, siquiera por «unas pocas décadas», mientras se consuma la victoria demográfica profetizada por Gadafi.
Lo que este episodio vuelve a demostrar, como los Reyes Católicos bien sabían y la historia se encarga de recordarnos a cada poco, es que la convivencia humana, allá donde no existe una creencia común, es insostenible. Y en el Islam, mientras nos ven patalear como moscas en la miel de nuestras propias contradicciones, cuentan con los dedos de una mano las décadas que faltan para que el velo sea obligatorio en la escuela.
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
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