Acabamos de festejar el bicentenario de la Revolución de Mayo. Los primeros 100 años de nuestra república nos encontraron con un clima de euforia, alegría y futuro. El sueño argentino era una esperanza para miles de inmigrantes europeos: el crecimiento inusitado de la economía posibilitó que en 1913 fuéramos el décimo país más rico del globo, con el 50% del PIB de América Latina. |
Aquella economía abierta, volcada en sus sectores más competitivos, fue desapareciendo de manera gradual, cediendo su lugar a una en la que el Estado tenía un rol protagónico.
La interferencia del Estado se hacía notar ya en 1907, cuando el Ministerio de Agricultura, mientras buscaba agua para los colonos de Comodoro Rivadavia, descubrió petróleo. El Código de Minería sancionado en 1886 específicamente prohibía al Estado explotar o disponer de minas. No obstante, el Gobierno de Figueroa Alcorta (bajo la Ley de Tierras de 1903) decretó la creación de una reserva sobre 200.000 hectáreas alrededor del pozo descubierto y prohibió la concesión de yacimientos en dicha área.
La transferencia gradual y sistemática desde los sectores más productivos a los menos productivos produjo una creciente inestabilidad institucional, que conduciría al golpe militar de 1930, que desplazó al Gobierno elegido por el voto popular. A partir de allí, la dinámica político-económica fue la de la competencia por la apropiación de recursos para distribuirlos entre grupos de interés.
El caso argentino nos muestra cómo las reglas de juego de una democracia mayoritaria sin límites generan incentivos orientados a la redistribución de la renta en beneficio de pequeños grupos de poder.
A pesar de todo, el país siguió creciendo; un periodo especialmente fructífero fue la Segunda Guerra Mundial: la neutralidad le permitió convertirse en uno de los grandes suministradores mundiales de alimento.
La creciente participación estatal en la producción y comercialización de bienes excitó la voracidad fiscal del Estado; a cambio, proveía alguna seguridad a la vida y la propiedad de los argentinos por medio de un sistema judicial subordinado a sus intereses.
Ante este estado de cosas, el ciudadano tiene tres opciones: escapar, incumplir la ley o rebelarse. Esto último fue lo que hicieron los protagonistas de la revolución de Santa Fe, desatada en 1893.
Hoy, la sociedad civil está protagonizando una revolución silenciosa. La Argentina es uno de los 30 países con más usuarios per cápita de internet. Esta implicación en la globalización incentiva el comercio y lleva, por ejemplo, a cuestionar a los grupos de interés que bloquean el crecimiento de las exportaciones e importaciones. La tecnología, la globalización y la consecuente caída de los muros informativos juegan de parte de la sociedad civil que exige la efectiva división de poderes, que se pongan límites al Gobierno, libertad de comercio y una genuina protección de los derechos de propiedad, elementos todos ellos clave para la creación de riqueza.
Nuestra esperanza es que, a partir del Bicentenario, el Estado nos permita quedarnos con el fruto de nuestro trabajo. Que podamos tener la libertad de elegir qué comprar sin aranceles ni subsidios y que se nos permita vender a quien queramos, sin restricciones que castiguen la eficiencia y beneficien a un Estado derrochador y a los empresarios prebendarios.
© El Cato
GUILLERMO M. YEATTS, presidente de la Fundación Atlas 1853 y de la Fundación de Estudios Energéticos Latinoamericanos.
http://historia.libertaddigital.com
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