Simón Bolívar, que había sido masón, de esa masonería británica que sirvió a la causa de las independencias hispanoamericanas como forma de sustituir el papel metropolitano de Madrid por el de Londres, cerca del final de su vida política, prohibió las sociedades secretas en los territorios en que aún regía. Conocía muy bien las consecuencias terribles de la conspiración permanente. |
La idea, la de conspiración permanente, nace con la modernidad formalizada en la Revolución Francesa: la sustitución del absolutismo por el terror republicano, del despotismo ilustrado por el despotismo romántico. Y es Gracus Babeuf quien utiliza el término conspiración en su sentido actual por primera vez. Así lo recordó Ehrenburg en la exquisita novela La conspiración de los Iguales, que alguien debería reeditar. Entre otras cosas, porque es el complemento perfecto de El siglo de las Luces de Carpentier, El noventa y tres de Hugo y Los dioses tienen sed de Anatole France, si uno pretende comprender el entramado del proceso abierto en 1789.
Anoto todo esto porque pocas veces he recibido tantas cartas críticas como en el caso de mi último artículo, sobre el Club Bilderberg. No voy a reseñar los intentos de injuria, que se descalifican por sí solos, ni me voy a extender sobre la mucha ignorancia expuesta en esos correos. Pero sí expondré la más obvia de las conclusiones obtenidas de ellos: la gente necesita que haya conspiraciones, reales o inventadas, para justificar su propia situación; necesita que el mal y la riqueza, que van de la mano en esa concepción, generen en sus reuniones de altísimo nivel los instrumentos para limitar el alcance del bien y extender aún más, si cabe, la pobreza. Y quiero señalar que yo creo en las conspiraciones, pero no en ésas.
La historia está llena de conspiraciones. Las obras de Shakespeare rebosan de ellas. Sirven para asesinar a César, para derrocar a Perón o para mantener con vida a Franco más allá de lo natural, de modo de tener tiempo para arreglar unos cuantos papeles. Duran lo que duran. Después viene Augusto, o los sustitutos de Perón, que no logran ponerse de acuerdo en casi nada, o se abre la Transición, que fue sobre todo un debate abierto con decenas de pequeñas tramas que, como en una novela coral, desembocan en la defectuosa pero tranquilizadora Constitución de 1978. Hubo 23-F. Según Anson, hubo conspiración para desalojar a Felipe González del poder, pero si la hubo poco tuvo de secreta. Hubo conspiración en torno al 11-M y en los días que siguieron, pero quienes participaron en aquello siguieron sus distintos caminos, aunque tal vez se mantengan "los tradicionales lazos de amistad" entre los servicios españoles y los de nuestros vecinos del Norte y del Sur, en condiciones nuevas. Hay conspiración en los barcos enviados a Gaza, primero el turco y ahora el iraní, pero la duración de los pactos islámicos tiene siempre límites.
La fantasía de la Gran Conspiración universal por adueñarse del mundo es hija de la Guerra Fría. Los conspiradores podían ser los rusos, la CIA y hasta los marcianos (ha reaparecido la serie V): Susan Sontag escribió un lúcido ensayo, incluido en Contra la interpretación (que yo traduje hace cerca de treinta años), con el título "La imaginación del desastre", en el que analizaba las sustituciones mutuas entre marcianos y rusos en el cine americano. Claro que las respuestas son varias: no es lo mismo Jason Bourne que James Bond, dedicado a hacer a la vez antisovietismo y antiamericanismo a la inglesa.
En todo ese proceso, sin embargo, entra necesariamente la razón: Superman tiene unos pocos enemigos, siempre puntuales, empezando por Lex Luthor, pero no pretenden más que apoderarse de Metrópolis, igual que los malos de Batman, que aspiran a mandar en Gotham City. Sólo algún contrincante de Bond pretende gobernar el mundo, y suele tener los pies de barro. Fu Manchú, personaje de entreguerras, no se representa a sí mismo, sino que encarna un miedo histórico al expansionismo chino. La fantasía Bilderberg es más cercana: Robert Ludlum se ha acercado a ella más que nadie en la literatura, sobre todo en las novelas anteriores a Bourne, y especialmente en El manuscrito de Chancelor; en el cine, la gran culminación es Matrix.
Las conspiraciones existen, pero ni son perpetuas ni se dan precisamente en el nivel de los más ricos, que suelen competir ferozmente entre ellos. Pueden sentarse a conversar el príncipe Felipe de Mountbatten (o Battenberg, como gustéis) con cualquier caníbal con mando en África: el primero, que preside la WWF, decide cuándo son plaga los elefantes y cuándo son especie en peligro de extinción, según vayan sus negocios con el marfil; a cambio, para que todo esté atado y bien atado, el moreno coronado puede hacer con los suyos lo que le venga en gana, incluso arrendarlos a los chinos. Por otro lado, el consorte tendrá que hablar con los chinos y firmar un tratado para que la WWF siga funcionando aunque el reyezuelo sea depuesto y sustituido por un fiel a Pekín. Todo tiene un precio: al permitir a la ONG su clasificación de animales, el africano cobra en autonomía; al firmar con los chinos, Mountbatten cede soberanía en territorios que jamás le sirvieron a la Casa Real para otra cosa que el marfil, etc.
Pero que se sienten los poderosos del mundo, con millones de intereses millonarios, para acordar qué van a hacer con el resto del universo es otro cantar. No sé por qué, uno de los ensueños más firmes de los convencidos de la conspiración global es el de su deseo de imponer la moneda única en el planeta. Si así fuera, desde luego, ya lo habrían conseguido. Y sospecho que no estaría mal: sería un principio igualador para el libre mercado mundial, que no les convendría en absoluto: India seguirá creciendo, y sus compradores prosperando, mientras exista la rupia; si mañana eligieran el dólar, el negocio se vería muy mermado para ambas partes. Como cuenta Saviano en Gomorra, hasta la Camorra paga a sus trabajadores semiesclavos de las afueras de Nápoles seiscientos euros, de modo que sus productos son necesariamente más caros que los chinos, que ni en sueños verán un salario así en su tierra por muchos años. Hasta que el mercado les imponga, además de la condición de productores, la de consumidores.
Hasta la más eficaz y duradera las sociedades secretas que en el mundo son, la Mafia siciliana, que se vio reforzada por el papel de los gángsteres italoamericanos en la Segunda Guerra Mundial, poseyendo unidad étnica y cultural, y propósito económico compartido, debe, de tanto en tanto, resituar sus escalas de poder con alguna matanza de socios.
Si los poderosos de la tierra hubiesen decidido la fragmentación de Yugoslavia, y no sólo los poderosos alemanes, no hubiese habido guerra alguna en la zona. Justamente porque Bilderberg no existe hizo falta bombardear aquí y allá para que Serbia fuese independiente (cosa que ya proponían Wilson y Mussolini en 1915 como solución para ese territorio) y Alemania tuviese su protectorado en Kosovo, la región carbonífera más rica de Europa, después de las reconversiones impuestas desde Berlín en España. Si Bilderberg existiera, no habría problemas con Gibraltar, Ceuta, Melilla, Malvinas y Chipre. Si Bilderberg existiera, no habría franja de Gaza ni West Bank. Pero todo eso está ahí porque, como decía Disraeli, "Inglaterra no tiene amigos permanentes ni enemigos permanentes, sino sólo intereses permanentes", frase en la que Inglaterra puede ser sustituida por cualquier otro nombre, no necesariamente de un país, sino de alguna persona.
Conspiraciones, las justas.
Horacio Vázquez-Rial
http://revista.libertaddigital.com
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