En septiembre de 1988 publiqué en la revista Tanteos, del Ateneo de Madrid, un ensayo sobre (contra) el feminismo, que después reproduje en La sociedad homosexual y otros ensayos, de Criterio Libros, y más recientemente en La democracia ahogada, de Libros Libres. Ahora lo expondré por partes en el blog. Creo que este ensayo ha sido el primero, y por muchos años el único, escrito en España contra el feminismo (más recientemente ha escrito un libro de gran interés Jesús Trillo). Al revés que los libros sobre la guerra civil, no dio lugar, sorprendentemente, a alguna andanada de insultos y descalificaciones, pero sí a un silencio que no fue en absoluto intencionado, sino una muestra más de la decrépita atonía intelectual que vive desde hace muchos años un país sumido en la “cultura” de la trola y la impostura. El sentido crítico ha desaparecido, o casi, sustituido por alternativas de injurias, maledicencia y desinterés, todo ello en un plano muy romo y pedestre.
Si alguien predicase que andar erguido sobre los pies constituye una imposición cultural perfectamente abolible, y encontrase en ella la causa de los frecuentes dolores de espalda y desviaciones de la columna vertebral, y propusiera que para salir de tales miserias lo ideal –y natural—sería andar a cuatro patas, chocaría de entrada con la irrisión, aunque quizá no generalizada. Si, además, dramatizara los daños de la columna vertebral, abundando en los casos más espeluznantes, e insistiera en que la costumbre de andar erguido nace del interés de inmemoriales opresores, y arguyese que derrotando a los defensores de tal imposición cultural se adelantaría un largo trecho no solo en la supresión de los dolores de espalda sino en la emancipación humana, ya tendría el predicador esperanza de hallar simpatías. Y si, encima, identificase el interés de andar a cuatro patas con algún amplio sector social, no sería raro que juntase adeptos. Sabiendo explotar el ansia de la prensa por la novedad, colocando a tales ideas el marchamo de progresistas y tildando a las opuestas de reaccionarias, el ideólogo se haría con una audiencia quizá no despreciable en número.
Las posibilidades de teorización histórica y de especulación futurista a partir de la tesis dicha son inagotables. Se encontrarían mil ejemplos demostrativos de cómo andar a dos pies va ligado a la alienación, al idealismo hipócrita de los opresores –bajo el que solo yace la sórdida realidad del dominio y la explotación--, reñido con las necesidades y tendencias más naturales de los humanos, expresadas, por ejemplo, en la niñez, cuando apenas rigen los moldes culturales. Se descubrirían sociedades de un pasado remoto en el que la gente habría sido feliz andando a cuatro patas, ¡qué no puede hallarse en la historia cuando se analizan las cosas con una firme intención descubridora! Se elaborarían planes de reeducación para redimir al ser humano de una deformación secular, perennizada por el prejuicio y acaso por castas sacerdotales…
Una caricatura, ciertamente –aunque hoy cabe esperar hasta cosas como esta--. Pero vale la pena para exponer varios rasgos del funcionamiento ideológico.
Llamo aquí ideología a cualquier concepción que se autosupone capaz de explicar plenamente la vida, o lo fundamental de ella, desterrando el sentimiento y la noción de misterio que casi siempre produce la contemplación del mundo y del destino humano. Concepción traducible, por tanto, en una reordenación total y precisa de la sociedad y de los individuos. De esta manera se ve una diferencia esencial entre ideología y religión, por un lado, y entre ideología y ciencia, por otro. Respecto a la religión, porque en ella el sentimiento del misterio es consustancial (lo religioso puede hacerse ideológico, pero ese es otro asunto).
Más arduo se vuelve discernir entre ciencia e ideologías. Las últimas gustan titularse científicas, y la pasión ideológica en el mundo contemporáneo proviene, en parte, de esa aparente aplicación universal del espíritu de la ciencia. No obstante, las ideologías son profundamente anticientíficas en un punto crucial: la ciencia, modestamente, no expone conclusiones absolutas. Aun si fuera factible que la ciencia eliminase por completo el lado misterioso de la existencia, tal eventualidad es en cualquier caso remota; y profetizar tan hipotético logro escapa a la misión y al espíritu científicos. Pero las ideologías dan apresuradamente por supuesta la erradicación del misterio y urden proyectos totalitarios reguladores del destino humano para los que, a falta de conocimientos genuinos, se apoyan en la fetichización de la ciencia y en impulsos emocionales.
Las ideologías parten (y crean) una radical insatisfacción con la historia y el estado actual de la humanidad, a los que caracterizan como “alienados” o similares; y conducen a planes de reeducación universal. En la medida en que esos planes tienen éxito, someten la vida humana a una especie de encarcelamiento moral y político. Y en la medida en que su éxito prueba su fracaso –ya que nunca alcanzan sus objetivos--, se quedan en invocaciones rituales de un porvenir feliz que justificaría el absoluto poder actual de los detentadores de la verdad “desalienante”; y en condenas obsesivas del pasado, cuya supuesta maldad sin reservas haría parecer tolerable la desdicha del presente.
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La “concordia” de los moriscos.
Está bien claro que la actual reivindicación de los moriscos no tiene la menor relación con la realidad histórica, pero sí con la conversión del odio a España en un negocio subvencionado. De “Nueva historia de España”:
El derrotado Guillermo de Orange cobró ánimos cuando, en diciembre de 1568, estalló la rebelión morisca de las Alpujarras en la misma España. Aunque de momento no podía hacer nada, señaló un año después: “Es un ejemplo para nosotros que los moros puedan resistir tanto tiempo aunque son gente sin más sustancia que un rebaño de ovejas. ¿Qué podría hacer entonces el pueblo de los Países Bajos? Veremos qué pasa si los moriscos aguantan hasta que los turcos puedan ayudarlos”. El impresionante poder español revelaba inesperados puntos flacos.
Los moriscos de Granada habían recibido en 1492 ventajas excepcionales, con la esperanza de que se cristianizasen, pero ellos confiaban en una vuelta de Al Ándalus, posibilidad creciente por la fuerza otomana, uno de cuyos grandes designios era ese. Así, las concesiones nunca funcionaron como medio de integración, y los moriscos no solo mantenían su religión en un secreto a voces, sino también la lengua árabe, vestimentas, ritos y costumbres, festejaban las victorias turcas y colaboraban con la piratería berberisca. Ante las medidas coercitivas, ya en 1500 se habían rebelado en Granada, con ayuda africana, y muchos practicaban el bandolerismo.
El daño se agravaba con los activos nidos de piratas de los cercanos peñón de Vélez, Argel, la isla de los Gelves (Yerba), y otros. En 1505 Elche, Alicante y Málaga sufrieron ataques; en 1535 el pirata Aruch Barbarroja tomó y saqueó la ciudad de Mahón, y su hermano Jairedín le superó: gracias a la alianza con Francia, “las Baleares, Córcega, Sicilia, Cerdeña, por citar solo lo que conocemos bien, fueron plazas sitiadas” escribe Fernand Braudel en El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Almuñécar y la misma Valencia padecieron incursiones y perdieron miles de habitantes, esclavizados. La simple piratería dejaba paso a incursiones masivas, que despoblaban algunas zonas y trastornaban el comercio. Eran golpes mucho más dañinos y constantes que la piratería europea del Atlántico, y en ellos actuaban moriscos como guías e informadores.
Un objetivo de los asaltos era la captura de hombres, mujeres y niños. Las mujeres iban a los harenes, los niños se reeducaban en el islam y los hombres servían de esclavos, galeotes o eran rescatados a alto precio. Algunas órdenes religiosas, como los mercedarios (fundada en Barcelona en 1218), se especializaron en pagar rescates. Muchas iglesias hispanas conservan hierros del cautiverio, ofrecidos por quienes lograban volver. Las ciudades norteafricanas albergaban miles de cautivos, 20.000 en Túnez y más de 30.000 en Argel. “En todos estos trabajos –cuenta un testigo portugués-- traen a las espaldas un moro o vil negro el cual con un duro palo o bastón en la mano, por do van les va de continuo moliendo (…) sin los dejar reposar o aun limpiar el sudor (…) Esta es la causa porque todas estas calles y lugares de la ciudad están llenas de continuo de infinitos cristianos tan enfermos, tan flacos, tan gastados, tan consumidos y tan desfigurados que apenas se tienen en los pies (…). Al pobre cristiano enfermo, (…) hecha una gran hoguera de leña, atadas las manos, le echan dentro de aquel fuego”.
Desde los años cincuenta, las incursiones se hicieron más peligrosas. En 1558 desembarcaron en Nerja 4.000 musulmanes, y el mismo año arrasaron Ciudadela, en Menorca, donde hicieron 3.000 cautivos, y dejaron deshabitada Formentera; en 1559 asaltaron el castillo de Fuengirola; en 1563 el almirante turco Dragut devastó las costas de Granada y marchó con 4.000 cautivos; en 1565 derrotaron a las tropas españolas en Órgiva y volvieron con más cautivos. Los contraataques acababan a veces en desastre. En 1560 fracasó con pérdida de decenas de galeras y unos 10.000 hombres la ocupación de los Gelves ante la flota del almirante turco Piali. Felipe II decidió entonces construir una flota realmente fuerte en los astilleros de Barcelona, Sicilia y Nápoles, pero en 1562 una tempestad hizo naufragar gran parte de ella en la costa granadina y dejó temporalmente inerme el litoral español, situación que, por fortuna, no percibieron en todo su alcance los islámicos; en 1563, año de la clausura del concilio de Trento y del fin de la primera guerra de religión en Francia, España fracasó en el asalto al peñón de Vélez de la Gomera, tras lo cual los berberiscos saquearon la costa de Andalucía oriental y Levante hasta Valencia. En mayo de 1565 se planteó el reto más grave cuando los turcos asaltaron Malta, base de la orden de San Juan y punto clave para el dominio del Mediterráneo. Por entonces Felipe II había logrado armar una flota de cien galeras, y los caballeros resistieron encarnizadamente durante cuatro meses, dando tiempo a llegar a la escuadra de García de Toledo, que derrotó a los otomanos. Este y el rechazo del ataque turco a Orán, en 1563, fueron los únicos éxitos relevantes, ambos defensivos, de los cristianos en un largo período.
Este breve resumen permite entender cómo la amenaza en el Mediterráneo era mucho mayor para España que en cualquier otro escenario, pues afectaba directamente al país y a su estabilidad interna. Obviamente, solo una minoría morisca colaboraba activamente con los piratas, espiaba para Constantinopla o practicaba el bandidaje, pero esa minoría estaba integrada en el resto, con cuya complacencia contaba, pues todos entendían la escalada de ataques turco-berberiscos como el prólogo de una reconquista islámica. Por Levante llegó a cundir el pánico entre la población española. El peligro era mayor por cuando en Granada los moriscos superaban en número a los cristianos, y en las vulnerables costas levantinas llegaban a un tercio de la población.
Pío Moa
http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado
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