El último día de marzo, Obama y su ministro de Interior, Ken Salazar, se descolgaron con un anuncio sorprendente: la autorización de realizar exploraciones petrolíferas en algunas de las costas americanas. ¿Un acceso de fiebre realista? ¿Una traición a los ideales ecologistas de su izquierda y de su campaña? El asunto estaba paralizado desde que se estableció una moratoria en 1980. Bush había preparado un plan para reanudar los trabajos que debería entrar en vigor este año. Las medidas de la administración Obama parecen salirle al paso, recortar su alcance y retrasar su puesta en práctica, sin anularlo por completo.
Nada es irrelevante cuando de aprovisionamiento energético se trata, de ahí que la pregunta sea ¿qué hay detrás? Por supuesto la economía está siempre detrás, pero para algunos las implicaciones estratégicas son más importantes y para otros las ecológicas, lo que nos lleva a los terrenos de la ideología. Entre todas esas dimensiones se mueve Obama aportando a la compleja ecuación sus cálculos políticos. Pero ¿cuáles? Hay expertos que creen entenderlo pero dan explicaciones antagónicas. Otros muestras dudas y perplejidades en sus análisis. Lo que es obvio es que las medidas no contentan a nadie plenamente. Hay rechazo frontal desde la derecha, como un anzuelo que no debe morderse, y desde la izquierda, como una contraproducente concesión al otro extremo del espectro político. Pero desde ambos bandos hay también aceptación parcial como un primer paso en la dirección adecuada o como una concesión necesaria para desarrollar una política energética y ambiental mucho más ambiciosa.
Los americanos viajan mucho por carretera, por un país enorme, con coches potentes, de elevado consumo. Suelen vivir lejos de donde trabajan y desplazarse kilómetros para hacer la compra o disfrutar de su ocio. Están acostumbrados a una gasolina casi a la mitad del precio de la europea, porque, en comparación a la nuestra, está muy ligeramente gravada por impuestos. Las grandes subidas de los últimos años provocan reacciones mucho más intensas que las usuales a este lado del Atlántico. Se dice que tienen adicción a la gasolina, pero en realidad la tienen, como todo el mundo, a los combustibles baratos, y los fósiles siguen siendo, en general, los más asequibles.
Algunos creen que no depender de la importación los pondría al abrigo de grandes encarecimientos, pero eso tiene poco sentido, porque el mercado es mundial y el precio se fija a esa escala. Por supuesto añadir más mercancía al mercado puede hacer bajar los precios, pero la aportación propia sólo puede ser una fracción muy pequeña de los 7 millones de barriles que consumen a diario y de los cerca de 80 que se comercializan en el mundo.
Más serio es el argumento estratégico, pues el petróleo está infamemente repartido, potenciando a tiranuelos varios y déspotas sin cuento, proporcionándoles una notable capacidad de perturbación de la estabilidad internacional. Todo lo que se pueda hacer para recortarles las alas será siempre bienvenido, pero por desgracia las expectativas de independencia respecto al oro negro son harto ilusorias a corto plazo. Las mejores perspectivas las ofrece la energía nuclear, pero no para todo tipo de consumo y con el agravante de que políticamente incurre en terribles tabúes. Otras alternativas, como los biocombustibles, pueden tener mayores inconvenientes que ventajas. Las renovables, sobre todo la solar, son prohibitivamente caras.
Revolviendo todos estos factores nos encontramos con un problema que no deja de ser una fuente de insatisfacciones. El ideólogo Obama, que se ve a sí mismo como protagonista de una revolución con promesas redentoras, cree ser capaz de solucionar el problema. Tras la sanidad, ese es su segundo gran horizonte. Lo anunció desde el principio. Sólo que su primer paso no se ve bien en qué dirección apunta.
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