Sentado en el salón de la casa vacía invocas los detalles de los días perdidos y esperas en un silencio memorial que se cumpla la liturgia del tiempo que va a alcanzarte. La luz aún fresca filtrada en los visillos, el leve crujido de los muebles, el rumor de la gente endomingada en la calle y el canto de los pájaros del patio anuncian la cita presentida con el rigor cabal y la certeza exacta de un rito inmóvil. Todo es igual que antes, igual que siempre; todo menos la ausencia que atraviesa el aire como un cuchillo de dolor limpio y transparente. No necesitas más reloj que el de tus propios recuerdos para saber que está a punto de dar la hora del viaje al corazón de la conciencia.
El eco de los tambores que se acercan ha puesto en marcha el mecanismo que suelta el bucle de la nostalgia. Ya no eres tú sino el niño que fuiste el que sube las escaleras para abrir de par en par el balcón antiguo al que se asoma el esplendor de tu infancia. El que deja agolparse en su corazón la emoción efímera del orgullo cuando aparecen en la esquina las insignias de las legiones victoriosas y el águila de plata que tu padre jugaba a tocar con los dedos bajo la ventana. Ése eres ahora: el que en el perfil impasible del centurión de guardarropía no adivinaba al tendero del barrio sino al invencible guerrero recién venido de Roma. El que se preguntaba qué clase de angustiosos pecados tendrían que redimir los penitentes descalzos que cargaban sus cruces tras el majestuoso Señor de rostro ensangrentado y túnica morada. El que desde el zaguán clavaba su mirada curiosa de asombro en los pies unánimes de los costaleros, el que al pasar la Virgen sujetaba la mano de su madre imaginando como un diálogo entre dos mujeres la oración musitada en sus labios. El que dejó encerrada su inocencia entre los muros que ya nadie ha encalado, entre las paredes desconchadas del tiempo vencido a las que has vuelto en busca de tus propias huellas como un exiliado del alma.
Sabes que al cerrar el balcón tras ver alejarse al Cristo sobre las cabezas de la multitud, al desaparecer calle abajo los plumeros rutilantes de la centuria, al disiparse la última música de la procesión entre un suave tintineo de bambalinas de palio, vas a salir del simbólico paraíso clausurado de tu niñez para volver a adentrarte en las oscuras certezas de un presente herido de soledades y desamparos. Pero conoces también dónde podrás regresar para habitar el espacio sin límites de los misterios, para encontrar el plano secreto de los sentimientos intacto entre las cenizas del olvido, para rescatar esa luz congelada y brillante de los días del amor sin contrapartidas y de la ingenuidad sin desengaños. Y sabes, o sientes, que ahí, remansado en los pliegues de la ausencia, existe un río de la memoria que fluye cada año para purificar las heridas del tiempo. Et in Arcadia ego.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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