sexta-feira, 2 de abril de 2010

Viernes Santos de infancia

Antes de que para la mayoría de la población la Semana Santa fuese entendida como el período vacacional de la primavera, antes del coche utilitario, de los viajes baratos en avión y de los cruceros de medio pelo, los Viernes Santos llegaban siempre con una tristeza casi agobiante. Los precedían Jueves más o menos radiantes, herederos todavía, del anterior bullicio de las palmas y laureles del Domingo de Ramos. El Jueves José María Pemán lo había observado (y cito de memoria) con versos tan descriptivos como: «tardes tristes y amarillas/ las mujeres con mantilla/ y los obispos a pie». Es cierto, incluso una urbe como la Barcelona de la época, se cerraba sobre sí misma durante los días santos a todos los efectos y paseaban algunas mujeres con mantilla, aunque nunca pude reconocer un obispo a pie. Se permitía tan sólo algún cine que proyectara filmes de temática religiosa, se vetaba la circulación rodada y, tras un Jueves, en los que era imprescindible la visita a los monumentos, denominación con la que se designan los imponentes sagrarios de las iglesias, adornados con sobriedad, en los que se guardaba la hostia con la que se celebraría la misa al día siguiente. A nadie se le ocurría, en aquella España todavía sin autopistas, ni AVE, sin siquiera televisión, pendiente de las pocas emisoras de radio que transmitían música clásica o sermones religiosos, alzar la voz. Los niños de entonces habíamos acompañado el jueves a nuestros padres en la visita a aquellas iglesias, en número siempre impar. Se había visto, pues, cierto movimiento callejero, aunque comedido. Pero la llegada del Viernes suponía estar pendiente de la procesión.

La ciudad de Barcelona no tuvo ni tiene tradición procesionaria y, a diferencia de las capitales andaluzas, donde la conmemoración supone fiesta, mantillas y algarabía, el carácter natural del catalán, más retraído y circunspecto, se conformaba en una sola procesión en las Ramblas, la de la «Buena Muerte», que tenía su origen y final en la recóndita iglesia, escondida tras la Plaza de Cataluña. Allí podíamos contemplar no sólo los miembros de la Cofradía, sino los penitentes de ambos sexos, descalzos, vestidos ellas y ellos con bastas túnicas marrones o lilas, pocos a cara descubierta y arrastrando cadenas atadas a los pies o llevando cruces sobre el hombro con gran esfuerzo, promesas por algún favor recibido. No cabía, pues, otra distracción que la que podía proporcionar la Iglesia. El Sábado era ya de Gloria; pero el Viernes, que casi siempre amanecía gris, con el cielo encapotado, provocaba gran tristeza, circunstancial, claro es, fruto de la escenografía que contrastaría horas después con un júbilo de campanas y músicas de otro signo. Otra referencia añadida era la comida. A nadie se le ocurría comer carne en estos días santos, sino que se aplicaba rígidamente, si no la abstinencia, la dieta de pescado, aunque las abuelas mantenían la rica tradición de los platos de bacalao y los buñuelos, calificados de Cuaresma, hechos con gran simplicidad: harina, levadura, aceite, azúcar y anís. Se cerraba también cualquier otra posible alteración de la moral oficial imperante, como los burdeles, no sólo tolerados, sino inspeccionados, por aquellos años, por la autoridad competente e, incluso, las casas de citas, siempre discretas, que figuran en alguna novela de Juan Marsé. Por todo ello era posible vivir y hasta interiorizar el lento discurrir del tiempo que, de otra forma, pasa tan fugazmente.

Aquellos Viernes Santos nos retrotraían hacia otras épocas, de religiosidad externa y aún más compleja liturgia, de un cierto culto a la muerte con la esperanza de inmediata resurrección. La devoción catalana se desbordaba ante el Cristo de Lepanto, en la Catedral barcelonesa, desde donde se emitía el sermón de las Siete Palabras, que acostumbraba a oírse en familia. Las vivencias de entonces se acompasaban, en forma popular, al acelerado proceso evangélico. El resorte que mueve estos recuerdos fragmentarios, tal vez distorsionados por la memoria, siempre infiel, no es la nostalgia. En buena medida se vivía algo parecido a una representación teatral en la que todos estábamos obligados a participar. Resulta difícil deslindar la autenticidad o perdurabilidad de aquellas manifestaciones religiosas inducidas que, poco a poco, fueron suavizándose. No significaba tampoco lo mismo para quienes pasaban estos días en un pueblecito de provincias con sus peculiares señas de identidad. Si alguien tiene alguna duda sobre la evolución de la sociedad española –sin calificarla de negativa o positiva– tan sólo debe asomarse a las vivencias de aquel entonces, cuando todavía era un niño de ciudad que intentaba absorber por cada uno de los poros lo familiar y lo colectivo. Era una ciudad y una España tan distinta que al recordarla me alcanzan los efluvios de aquellas desmadejadas primaveras de entonces. Éramos un país verdaderamente pobre, distinto, desde hoy, casi exótico, extraño sin duda, para la mayoría de cuantos lean estas palabras: ya historia, sin embargo.

Joaquín Marco

www.larazon.es

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