sexta-feira, 2 de abril de 2010

Árbol de la cruz, árbol de vida

«Mirad el árbol de la cruz, en que estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a adorarlo». Con esta aclamación, que procede de la liturgia de la Iglesia primitiva, iniciaremos esta tarde la parte central de la acción litúrgica del Viernes Santo, único día del año en el que no se celebra la Eucaristía. En lugar de la consagración, veneraremos la santa Cruz, que ocupa hoy el lugar del sagrario, para que sea el centro de nuestras miradas, el objeto de nuestros afectos y la destinataria de nuestro amor agradecido. Entre las grandes religiones de la humanidad no hay un símbolo más universal, más frecuentemente repetido, pintado, esculpido, venerado y adorado. Pocos artistas, incluso no creyentes, han resistido la tentación de llevarlo a sus lienzos y esculturas, conmovidos por la fuerza sobrehumana del rostro de Cristo muerto o agonizante y por el dolor inaudito de su cuerpo destrozado.

«Mirad el árbol de la cruz». Mirad esta tarde, queridos lectores, el cuerpo de Cristo muerto lleno de heridas. Cuelga pesadamente de la Cruz, con la cabeza coronada de espinas abatida sobre el pecho. Sus labios están abiertos, exangües y sin vida. Su costado y su corazón han sido desgarrados por la lanza del soldado. Sus dedos aparecen horriblemente deformados y los pies, traspasados por un enorme clavo. El Cristo real del Gólgota, que adoraremos en este Viernes Santo, debió parecerse mucho a los Cristos barrocos, dolientes, lacerados y ensangrentados que esta noche desfilarán por las ciudades y pueblos de Sevilla, Córdoba y Andalucía entera; de la misma forma que el poema del Siervo de Isaías, que escucharemos en la acción litúrgica de esta tarde, escrito siete siglos antes de Cristo, es la mejor descripción literaria de la pasión y muerte del Señor: «Desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano... Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores..., ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado...» (Is 52,13; 53,2-10).

El mismo Isaías nos da la clave del drama del Calvario: Jesús muere por nosotros y por nuestros pecados. Él es el verdadero cordero inmolado en la Pascua que quita el pecado del mundo. Igual que en la fiesta de la expiación el Sumo Sacerdote judío sacrificaba un macho cabrío sobre el que se cargaban los pecados del pueblo y, de esta forma, una víctima sustitutoria ponía al pueblo en paz con Dios, otro tanto sucede en la cima del Calvario: «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores..., fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron...» (Is 52,4-11).

Veinticinco años después de la muerte del Señor, San Pablo escribirá que la «cruz de Cristo es escándalo para los judíos y necedad para los griegos, más para nosotros es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,23-24). La verdadera sabiduría en este día consiste en descubrir las motivaciones profundas de la pasión y muerte del Señor. En su raíz está el amor de Dios, que no se contenta con acercarse a nosotros de múltiples modos a lo largo del Antiguo Testamento, sino que en la plenitud de los tiempos envía a su Hijo para redimir al hombre, alejado de Dios por el pecado. Movido por el Espíritu Santo, Jesús se ofrece voluntariamente al Padre en sacrificio para satisfacer por los pecados de todos los hombres de todos los tiempos. Se convierte así «en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,9).

En la raíz del drama del Calvario está, sobre todo, la realidad terrible del pecado, que tiene nombres y apellidos, mis pecados, vuestros pecados, hermanos y hermanas que me leéis, los de las generaciones que nos han precedido y los de aquellas que nos sucederán. Constituyen la historia más sórdida de la humanidad. Ellos y nosotros somos los autores y cómplices de la muerte del Señor.

A partir del siglo IX, generaciones de creyentes se han acercado en este día a venerar la cruz de Jesucristo mientras se cantaban los «improperios», costumbre que, por desgracia, se va perdiendo. Los «improperios» son el canto más dramático e impresionante de toda la liturgia. Son una especie de reproche que el Cristo clavado en la cruz dirige al pueblo de Israel, recordándole la salida de Egipto, el paso del Mar Rojo, el maná, el agua de la roca y la nube con que Dios guía amorosamente a su pueblo en su peregrinación por el desierto. Y a este pueblo, que ejecuta o que permite su crucifixión, Jesús le dirige esta amarga queja: «Pueblo mío, qué te he hecho, en qué te ofendido, respóndeme».

Esta queja lastimera nos la dirige el Señor también a nosotros en este día, recordándonos las maravillas que ha obrado en favor nuestro regalándonos el don de la vida, la vocación cristiana, el bautismo, la filiación divina, la unción de su Espíritu, el pan de la Eucaristía, la pertenencia a la Iglesia y el regalo de su Madre, dones a los que hemos respondido con la indiferencia, la tibieza, la mediocridad, la infidelidad y el pecado que nos envilece, quiebra nuestra dignidad de hijos y es siempre una ofensa a Dios y un desprecio de la sangre redentora de Cristo. Por ello, también a nosotros nos dirige el Señor en esta tarde este reproche: «Pueblo mío, qué te hecho, en qué te he ofendido, respóndeme». Que al acercarnos a venerar la santa Cruz de nuestro Señor Jesucristo demos respuesta a esta dramática pregunta. Hagámoslo besando con unción la santa Cruz, agradeciendo al Señor su sacrificio por nosotros y sintiendo muy vivamente el dolor y el arrepentimiento de nuestros pecados, que son la razón última de su pasión y muerte. Besémosla con compunción de corazón y verdadero espíritu de conversión.

Pero el Cristo ensangrentado del Gólgota, tan bellamente esculpido en el barroco andaluz, no es el único Cristo del Viernes Santo. El Cristo real del Viernes Santo debió parecerse también mucho a los Cristos del románico, tan bellos como numerosos en la mitad norte de España. Os invito a contemplarlos. Comprobaréis que les falta la corona de espinas. En su lugar figura una corona real. En su rostro no hay signos de sufrimiento. Es el rostro sereno y majestuoso de quien muriendo, reina desde el árbol de la Cruz. La clave está en las palabras que Jesús pronuncia al final de la última Cena, cuando Judas sale del Cenáculo para consumar su traición y que nos refiere el evangelista San Juan: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él». Desde esta perspectiva, la pasión y muerte de Cristo no es su fracaso final, sino su glorificación. En la Cruz, Cristo se nos revela tal cual es, el Hijo de Dios, el rey soberano, que reina desde el madero.

La Pasión no es para San Juan como una espiral que envuelve a Jesús y que Él no puede dominar. Todo lo contrario. Para Juan, Jesús va voluntariamente a la Pasión. Él domina su muerte y determina su momento y en la Cruz se nos muestra tal cual es, el Hijo de Dios. Su rostro dulce y sereno es toda una promesa de esperanza, porque la última palabra de Dios en la vida de Jesús no es una palabra de muerte, sino de resurrección y de vida, la vida que su Padre le devolverá al tercer día, constituyéndole como rey y Señor de la historia humana y de la historia de la salvación.

Por ello, en este Viernes Santo, a los pies del Cristo que reina desde el árbol de la Cruz, abramos de par en par las puertas de nuestro corazón para que reine en nosotros y sea en verdad nuestro único Señor. Ante el rey soberano que entrega libremente su vida para nuestra salvación, entreguémosle nuestra vida para que Él la llene y plenifique, para que Él la recree y convierta, para que Él la posea y oriente y la haga fecunda al servicio de su Reino.

JUAN JOSÉ ASENJO PELEGRINA, Arzobispo de Sevilla

www.abc.es

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page