Seguramente que de los centenares de miles de peregrinos judíos que confluyeron en Jerusalén en la Pascua del año 30, pocos, si es que alguno, sospechaba los acontecimientos que se desarrollarían en ella y que harían Historia. Acompañado por sus discípulos más cercanos, entró en la ciudad Jesús de Nazaret, un personaje del que se afirmaba que era el mesías y al que algunos, infructuosamente, habían intentado coronar como rey un par de años atrás en Galilea. Jesús, desde luego, no impidió que lo proclamaran como mesías mientras entraba en Jerusalén y, acto seguido, se permitió expulsar del templo a los comerciantes que ocupaban el patio destinado a que los no-judíos pudieran dirigirse al único Dios. Era cierto que luego ni había asaltado el palacio del sumo sacerdote ni tampoco la fortaleza Antonia donde se encontraba acantonada la fuerza romana, pero para el núcleo duro del Sanhedrín quedó de manifiesto que constituía un riesgo que había que yugular antes de que los romanos lo advirtieran y acabaran arrasando la Ciudad Santa y el templo. Durante buena parte de la semana siguiente, Jesús se vio sometido a los interrogatorios más diversos por parte de aquellos que deseaban dejarlo en evidencia y deslegitimarlo ante el pueblo. Sin embargo, Jesús demostró una extraordinaria habilidad dialéctica desmontando sus argumentos y, a la vez, evitando proporcionar motivos para su detención. Ésta, sin embargo, acabó produciéndose. Tras la cena de Pascua, cuando se había dirigido con sus discípulos al monte de los Olivos, fue prendido gracias a la ayuda de uno de sus hombres de confianza que lo entregó por treinta monedas de plata. El Sanhedrín llevó a cabo una investigación preliminar sobre Jesús, pero, desprovisto de jurisdicción para imponer la pena de muerte, lo condujo hasta el gobernador romano, un personaje dudoso llamado Poncio Pilato. El romano captó que Jesús era inocente, pero temeroso de sufrir el enésimo conflicto con las autoridades judías, optó por pronunciar el terrible «ibis in crucem» de la «cognitio extra ordinem» que se aplicaba en provincias. Jesús fue llevado hasta el lugar de la calavera y crucificado en compañía de otros dos reos.
La historia parecía haber concluido y, sin embargo, acababa de empezar. Tres días después, el domingo, de madrugada, la tumba donde había sido colocado Jesús apareció vacía. La circunstancia no habría tenido mayor relevancia de no ser porque algunos de los discípulos afirmaron –sorprendidos ellos mismos– que el crucificado se les había aparecido y, para colmo, cambiaron radicalmente de comportamiento pasando de ser unos sujetos atemorizados y ocultos a jugarse la vida por dar testimonio de su creencia.
Los sucesos –ya lo he señalado– iban a cambiar la Historia, pero, indicarían además cómo ésta tiene que ser leída para comprenderla de manera cabal en dos planos no contradictorios sino complementarios. En uno, la muerte de Jesús fue la trágica consecuencia del reparto de poder y el juego de intereses en el Israel del s. I. En el otro, todo ello obedecía en la sombra a un plan prefijado por Dios en el que Su Hijo moriría en la cruz en expiación por los pecados del pueblo tal y como había escrito el profeta Isaías en el capítulo 53 del libro que lleva su nombre. Pilato, Anas y Herodes pensaban tener la Historia en sus manos. En realidad, sólo eran personajes secundarios en el plan de Dios. No es mal motivo de reflexión cuando se cumple el aniversario de aquella Pascua del año 30.
César Vidal
www.larazon.es
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