quinta-feira, 1 de abril de 2010

Orígenes de una disidencia con causa


En estos días, a impulsos de la hojarasca internacional sobre Cuba, estuve sacando la cuenta con Antón Arrufat, uno de los nombrados disidentes de nuestros años 60 (y que está de paso por Miami, para dictar unas conferencias, y del que yo disfrutaba su visita en mi casa), y la suma nos dio -a todo estirar- tres disidentes. El mismo Antón, el mismo Norberto y -por supuesto- Heberto Padilla. Podemos traer por los pelos y echar en ese caldero a la mitad de la población cubana, por una u otra razón, pero ya no estaríamos hablando de disidencia literaria. Es decir, no personajes como Solzhenitsyn o Ribakov, o Daniel y Siniavski. Esa prestancia con que la literatura disidente cubana se da a conocer en el mundo carece, en realidad, de un respaldo consistente. Si estamos hablando de tres autores, lo que tenemos en el arsenal, pues, son tres libros. Tres libritos. El diminutivo no es por su valor literario sino por el volumen de sus páginas, apenas llegan a cien cada uno. Pero lo peor es que la cuenta no ha avanzado mucho desde 1968, la fecha en que los tres se publicaron. Más bien permanece estancada ahí. ¿Guillermo Cabrera Infante? No, Guillermito no era un escritor disidente. Cuando él dejó de escribir a favor de la Revolución Cubana y se viró contra ella, ya vivía en el extranjero, y comenzó a disparar sus cañonazos contra La Habana desde Madrid y Londres, donde se había establecido como un escritor definidamente contrarrevolucionario. Contrarrevolucionario, no disidente.

Quizá sea mal visto que uno parezca divertirse con esta historia, pero ya que vamos a hablar de disidencia, un sacerdote muerto de risa en su misa de Viernes Santo se me antoja como un material disidente de primera. Mas -como quiera que lo acometa-, este puede ser un trabajo útil para la numerosa prole de la actual disidencia cubana, que hoy puebla los titulares de medio mundo y que se apropia de las relaciones internacionales de la República. Me asiste -como se sabe- un derecho: el de ser uno de los dos primeros cubanos que con mayor denuedo se propusieron hacerse conocer como escritores disidentes. Así que se las están viendo con uno de los dos padres de la disidencia literaria cubana. Y ya que el otro, Heberto, se fue del aire (en Alabama, Estados Unidos, la madrugada del 24 de septiembre de 2000), se las tienen que arreglar también con el único superviviente de la exclusiva orden. A Antón no lo incluyo como tercer padre porque él nunca se propuso ser un escritor disidente en el sentido político en que todo escritor disidente lo es. Antón aborrece la política. Antón aborrece todo lo que no sea poesía. Y si esta es escrita a la luz de una vela y empapando de tinta la punta de una bien biselada pluma de cisne, mejor.

En estos días, también, he desenterrado un manuscrito que lleva años dando tumbos conmigo. Es sobre mi transcurrir por la disidencia literaria cubana. Tengo bastante material engavetado sobre estos asuntos. Claro, es una memoria, un cuento personal, y no un insoportable ensayo o su variante periodística de un artículo, que es lo que regularmente te piden. Se llamó La plaza sitiada cuando comencé su elaboración en 1971, después del escándalo internacional provocado por el arresto de Heberto y su posterior autocrítica pública. El título era por el peso principal de la acusación que se nos hacía al grupo de intelectuales que desafiamos a Fidel. Sucedáneos de un caballo de Troya en una plaza sitiada. ¿Grupo? ¿Dos escritores somos un grupo? Manuscrito que fue abandonado en algún momento a mediados de los 70 por tareas más atractivas: escribir un mamotreto sobre Hemingway e irme después para una guerra. Aunque ya eso es otra historia. Como es otra historia que lo retomé en 1989, después del caso del general Arnaldo Ochoa y de su fusilamiento y el de mi hermano Antonio de la Guardia (ahí sí hubo sangre y carne quemada y órdenes de tirar con balas de guerra) y de cambiarle el título por el de Pura coincidencia: Libro primero de memorias, que ampliaba el concepto original por uno ajustado a mi tendencia a involucrarme en todos los procesos que aparecieran en el horizonte.

Un día cualquiera del calendario revolucionario entre 1966 y 1968. La victoria de Playa Girón ha tenido lugar apenas cinco años antes, las bandas contrarrevolucionarias han sido barridas de todas las montañas de Cuba en los meses precedentes y ahora Fidel está invadiendo dos continentes -América Latina y África- con sus propias guerrillas. Esto sin dejar de la mano el frente de la intelectualidad occidental. De Jean-Paul Sartre para abajo, todos son objeto de sus coqueteos y de las sinecuras de sus embajadores. Están encantados. Fidel los encandila. Ese ejemplar de hombre, gladiador por antonomasia, que con el solo enarbolar de su paquete testicular se enfrenta al imperio gringo, resulta alguien imprescindible para identificarse con él. Bueno, al menos aparecer en las fotografías de la recepción lo más cerca de su barba que sea posible. Todos sonríen comprensivos, y hasta con una mirada de complicidad. ¿Qué nombres quieren? Calvino, Vargas Llosa, Cortázar, Neruda, para citar solo a los gigantes. (Y si Gabo no aparece en la lista, es porque aún trata de salir adelante con la escritura de Cien años de soledad y mantiene su statu quo de escritor pobre y desconocido.) No existe forma entonces de que allá arriba, en lo alto del salón de recepciones, alguien repare en los dos personajes que deambulan por los alrededores del Palacio. Uno es un funcionario del Comercio Exterior cubano recién regresado de Moscú y el otro es un seguidor de Heming- way (y de Bábel) (y de Malraux) (y de Simonov) que acaba de regresar de la guerra contra los alzados del Escambray. Todavía no se conocen. Pero algo los une. Son dos artistas de raza y, lo peor, creen que son portadores de un mensaje. Y, como tal, van a hacer lo necesario para llamar la atención y que se les oiga. Padilla estima que ha descubierto en Moscú todos los horrores del estalinismo y ya los trae en las manos, un libro, la colección de poemas de El abedul de hierro, luego incorporado como una parte de Fuera del juego, por el que finalmente lo conoceremos. Es una movida audaz, si no oportunista. Adelantarse a los propietarios -con justeza y todo derecho- del tema, que son sus colegas soviéticos. Aprovecha sus prerrogativas de representante del Comercio Exterior cubano para viajar libremente fuera de la URSS, y también se vale de la sombrilla nuclear que en materia de libertad intelectual es aún la Revolución Cubana. Si a Solzhenitsyn o Ribakov o la Ajmátova o Pasternak les cuesta sangre, sudor y lágrimas la publicación de una de sus páginas (por lo que generalmente prefieren esconderlas, antes de que el KGB se las incaute), Padilla -pasaporte diplomático cubano en mano- podrá trasegar libremente con la Gran Verdad. Vendió pocos discos de su empresa de exportación de productos artísticos -Cubartimpex- a su contraparte soviética, poco interesada en esos conjuntos tropicales que la emprenden con instrumentos tan rudimentarios como maracas y congas. Pero prevaleció el poeta, eso hay que reconocerlo.

El otro, nuestro corresponsal en el Escambray, ha cumplido con la primera parte del sueño. Es decir, viene de su tierra de promisión y puede considerarse satisfecho. El cúmulo de polvo y sangre que arrastran sus botas es prueba de ello.

La diferencia salta a la vista de inmediato. Padilla viene de Moscú. Norberto, del Escambray. Es una diferencia que no solo va a definir la literatura disidente cubana existente hasta hoy -los mencionados tres libritos-, sino que la va a debilitar hasta el tuétano, y todo gracias a Padilla. Porque Fuera del juego es un libro disidente desde la perspectiva soviética, pero no nuestra. Pertenece a otra experiencia. Una paradoja y un prodigio: Padilla produce uno de los poemarios más emblemáticos de la literatura soviética, pero en español (ignoro si se me está permitido decir en cubano). Tan es así, tan claramente La Habana ha captado la paradoja, que ahora mismo están preparando la edición completa de las poesías de Padilla, incluido Fuera del juego, en lugar destacado. Ya ni siquiera hay que rendirle pleitesías o tener acomodos diplomáticos con los soviéticos. (También, con la misma, preparan la publicación de Cabrera Infante, no sé si los Tigres o si La Habana para un infante difunto, dado que han concluido que el folclore de Guillermito es bueno hasta para la industria turística. El pragmatismo y el sentido de adaptabilidad a las circunstancias, al terreno, al adversario, que la dirigencia revolucionaria aprendió en la guerrilla, termina siempre por guiar sus acciones, y eso es lo que hicieron con nosotros. Otro de los libros de la trinidad disidente, el de Antón, Los siete contra Tebas, que es una tragedia, acaba de estrenarse en La Habana, a teatro lleno. El único que permanece sin publicar soy yo, mi precioso Condenados de Condado -que nunca logró la bendición oficial por la visión que ofrecía, a ratos ácida, a ratos humorística, sobre las Fuerzas Armadas Revolucionarias-; pero cualquier día me dan la sorpresa y lo imprimen y hasta con un prólogo laudatorio, solo por afectar mi buena imagen disidente.) Y ustedes, muchachos, tranquilos, que todavía está por probarse la similitud del papaíto Stalin y Fidel.

En la primera página de mi ejemplar de Fuera del juego, Heberto puso la siguiente dedicatoria: A Norberto Fuentes, que sufre y disfruta conmigo los zapatazos de la historia. Importantes las dos acciones que supuestamente nos igualaban: sufrir y disfrutar. Ergo, había que padecer -dado aquel camino elegido por nosotros mismos, esas especies de mártires por cuenta propia en que nos convertimos- pero también se podía gozar. Por lo menos él tenía el convencimiento de que aquello era, además, un juego y de que nunca la sangre llegaría al río. Creo que Heberto lo pasó bastante bien mientras le duró el protagonismo. Por lo menos me acuerdo de algunos encuentros, en las transitadas calles de El Vedado, cercanas a su apartamento. En uno me contaba que a Fidel le habían practicado un trasplante de pelo. «¡Porque se está quedando CALVO!», exclamaba, divertido. «¿Tú te imaginas, el barbudo, calvo? ¡CALVO!» La precisión con que me describía las agujas enhebradas de pelo postizo que le clavaban a Fidel en el cráneo era cercana al ensañamiento. Otra vez me lo encontré mientras él hojeaba, en un parque, un ejemplar de Nuestro hombre en La Habana. «¡Mira!», me dijo, perentorio, mientras me plantaba una de las primeras páginas de la novela frente a mis espejuelos. Heberto solía ser muy perentorio, lo que se acentuaba con su natural tendencia de poeta de barricada a declamar. «¡Mira, Tropicana! ¡Ya está en la literatura!» Se trataba de que Graham Greene hacía una mención al mítico cabaret habanero en su narración y para Heberto, al menos aquella mañana, era el equivalente a que Miguel Ángel hubiese incluido una de sus mamboletas en la Capilla Sixtina.

Y creo que, finalmente, se alzó con las palmas, porque mientras yo me concentraba en un novelón sobre el Escambray que nunca pasó de la fase de borrador, Padilla no solo facturaba un excelente libro de poesías -uno nuevo, Provocaciones, una especie de secuela de Fuera del juego, además de la novela En mi jardín pastan los héroes, ya esta sí de cabeza contra Fidel-, sino que gastaba la mitad del tiempo en reclamar la atención sobre él mismo como centro de un universo de protestas y disconformidad.

El mismo Fidel le describió a Heberto con toda claridad su conducta cuando lo citó en su oficina de Primer Secretario del Partido, en vísperas de su salida del país, y le dijo que él nunca había sido un revolucionario. «Tú no eres revolucionario, Heberto. Ese es todo tu problema.» Del mismo modo que vio mi actitud cuando le dijo a Carlos Aldana, secretario ideológico del Partido a fines de los 80, que él leía mis cosas y se daba cuenta que yo era un revolucionario. Casi veinte años antes, cuando el «caso Padilla», la Seguridad del Estado quiso comerme vivo por ser el único en no aceptar la sesión de autocrítica (de Padilla y demás autores que la compartieron con él), y le pusieron a Fidel la película que tomaron en el acto y le dijeron que yo era «el único rebelde sin causa» (sic). Y que mi arresto dependía de su orden. Solo de eso. Orden ninguna. Fidel los aguantó por las bridas y les dijo, para empezar, que yo «tenía razón» (sic). Y que era «el único hombre que había allí» (sic). Y que era «efectivamente un revolucionario» (sic). Y que conmigo nadie se había «sentado a discutir» (sic).

Sí, todavía creo que las diferencias sustanciales eran de procedencia y de compromiso. Su generación y la mía. Ellos, ante nuestros ojos, eran unos miserables pobretones e hijos del subdesarrollo. Yo surgía de la Revolución como un ciudadano del mundo. Padilla se dejaba deslizar por las mansas aguas de una intelectualidad que la Revolución convidaba a participar, amén de que les conseguía trabajitos y posiciones, en la mayoría de los casos un salario por primera vez asegurado en toda su vida.

Heberto, sin embargo, había tenido un buen comienzo, al menos en apariencia, cuando en unos ensayos publicados al principio de la Revolución declaró su guerra particular contra José Lezama Lima y lo que a él se le antojaba como poesía decadente, sin lugar en un proceso como el de la Revolución Cubana. El reclamo de Heberto resultaba algo que cualquiera de nosotros hubiésemos entendido. En definitiva, yo nunca me hubiese hecho revolucionario si no fuese por mi vehemente deseo de barrer con el viejo orden.

Norberto Fuentes

http://www.abc.es/abcd

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