Amamos el engaño: pocas cosas dan mejor la extraña paradoja de ser hombre. La política no es otra cosa que la eficaz artesanía de esa constancia básica: nada desean más los hombres que el doble placer de ser siervos y de ser engañados. Por un amo. E ignorarlo. O hacer -hacerse a sí mismos- verosímil que lo ignoran.
Va a cumplir medio siglo la broma macabra del castrismo en Cuba. No hay enigma en la lógica de su mantenimiento. Sólo, una mayor eficacia en lo que siempre fueron los caudillismos latinoamericanos: brutalidad policial y retórica altamente sentimentalizada. Lo más repugnante, en suma, para una mente racional y escéptica. Lo óptimamente eficaz también, a poco que se considere el natural amor de servidumbre que liga al desvalido animal humano con los eficaces tiranos que determinan cada instante de su vida. Pública, como privada. A quienes no se acojan a ese barato consuelo de delegar su biografía en la clarividencia del Comandante, les quedan dos explícitas opciones: muerte -o, en clave magnánima, cárcel-, o bien exilio.
Eso dijo, desde el primer momento, la consigna tomada, tal cual, por Fidel Castro de la jerga de los jóvenes hitlerianos españoles en los años treinta: «¡Patria o muerte!». Lo que es lo mismo: «¡Muerte o muerte!». Muerte moral o muerte material. Y eso sigue diciendo. Ni Castro ni el castrismo conocieron jamás el frío rigor analítico de Marx: eso requería estudio. Ni Castro ni el castrismo tuvieron jamás nada que ver, salvo en la irrisoria farsa de lo retórico, con comunismo alguno. Al menos, de matriz marxiana. Su modelo -sentimentalizante y ayuno de concepto- es el del fascismo clásico. El enigma existe y está en otra parte.
Ninguna de las variantes latinoamericanas del fascismo gozó de simpatía alguna en la Europa de la segunda mitad del siglo veinte. El histriónico Perón, acarreando el polvoriento despojo de su musa y momia, movía aquí tan sólo a una equitativa mezcla de risa y repugnancia. El nazismo de Fidel Castro contó, por el contrario, desde su inicio mismo, con una fuerza de fascinación casi invencible sobre las fantasías de una Europa que afrontaba su crepúsculo. Arrastró incluso -aun cuando fuera sólo por unos pocos años, cerrados en el 67- a buena parte de las mejores cabezas europeas, en aquellos tiempos distorsionadas por la guerra fría. Y sigue, asombrosamente, generando en este anacrónico país nuestro una enferma simpatía que, más allá de las formas alucinadas de un Fraga o un Carrillo, bloquea cualquier análisis serio de la última tiranía nacional-socialista del planeta.
Nada es más deseable a los humanos que el doble placer de ser siervos y engañados. Por un amo. Esa forma radical de engaño y servidumbre tiene, para el español medio, un nombre: Fidel Castro. Hay también intereses, claro está, en juego. Muy materiales: los de los turbios hoteleros españoles que regentan el gran negocio del turismo en la isla. Pero hay en nuestra complicidad difusa algo más amplio y más extraño. Un fervoroso amor de lo podrido. Un deseo del mal en forma pura. Tal vez sea el anhelo misterioso del más seco suicidio: el del espíritu.
Va a cumplir medio siglo la broma macabra del castrismo en Cuba. No hay enigma en la lógica de su mantenimiento. Sólo, una mayor eficacia en lo que siempre fueron los caudillismos latinoamericanos: brutalidad policial y retórica altamente sentimentalizada. Lo más repugnante, en suma, para una mente racional y escéptica. Lo óptimamente eficaz también, a poco que se considere el natural amor de servidumbre que liga al desvalido animal humano con los eficaces tiranos que determinan cada instante de su vida. Pública, como privada. A quienes no se acojan a ese barato consuelo de delegar su biografía en la clarividencia del Comandante, les quedan dos explícitas opciones: muerte -o, en clave magnánima, cárcel-, o bien exilio.
Eso dijo, desde el primer momento, la consigna tomada, tal cual, por Fidel Castro de la jerga de los jóvenes hitlerianos españoles en los años treinta: «¡Patria o muerte!». Lo que es lo mismo: «¡Muerte o muerte!». Muerte moral o muerte material. Y eso sigue diciendo. Ni Castro ni el castrismo conocieron jamás el frío rigor analítico de Marx: eso requería estudio. Ni Castro ni el castrismo tuvieron jamás nada que ver, salvo en la irrisoria farsa de lo retórico, con comunismo alguno. Al menos, de matriz marxiana. Su modelo -sentimentalizante y ayuno de concepto- es el del fascismo clásico. El enigma existe y está en otra parte.
Ninguna de las variantes latinoamericanas del fascismo gozó de simpatía alguna en la Europa de la segunda mitad del siglo veinte. El histriónico Perón, acarreando el polvoriento despojo de su musa y momia, movía aquí tan sólo a una equitativa mezcla de risa y repugnancia. El nazismo de Fidel Castro contó, por el contrario, desde su inicio mismo, con una fuerza de fascinación casi invencible sobre las fantasías de una Europa que afrontaba su crepúsculo. Arrastró incluso -aun cuando fuera sólo por unos pocos años, cerrados en el 67- a buena parte de las mejores cabezas europeas, en aquellos tiempos distorsionadas por la guerra fría. Y sigue, asombrosamente, generando en este anacrónico país nuestro una enferma simpatía que, más allá de las formas alucinadas de un Fraga o un Carrillo, bloquea cualquier análisis serio de la última tiranía nacional-socialista del planeta.
Nada es más deseable a los humanos que el doble placer de ser siervos y engañados. Por un amo. Esa forma radical de engaño y servidumbre tiene, para el español medio, un nombre: Fidel Castro. Hay también intereses, claro está, en juego. Muy materiales: los de los turbios hoteleros españoles que regentan el gran negocio del turismo en la isla. Pero hay en nuestra complicidad difusa algo más amplio y más extraño. Un fervoroso amor de lo podrido. Un deseo del mal en forma pura. Tal vez sea el anhelo misterioso del más seco suicidio: el del espíritu.
Gabriel Albiac
www.larazon.es
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