Para alcanzar Sierra Maestra, tuve que cruzar un cerco de 16.000 soldados de Batista. Desde la llegada a Santiago los periodistas tenían problemas con el ejército porque los hombres del general Chaviano estaban al acecho y descubrían enseguida al informador. Este traía memorizado el nombre y dirección de algún contacto. Pero con aquel marcaje era imposible llegar al miembro del «26 de Julio» que te podía ayudar. Así fracasaban los periodistas estadounidenses, vistosamente vestidos y equipados como fotógrafos. Yo decidí tomar el peor vuelo, «el cañero» que salía a las 6 de la madrugada y que, tras dos horas, llegaba a la capital de Oriente después de hacer escala en ciudades con fábricas de azúcar. Ahí no esperaban a ningún periodista. Tampoco llevé mis cámaras conmigo, sino escondidas en una caja de whisky dirigida al Bar Windsor, propiedad de una aragonesa cuyo hijo, Luciano, estaba exiliado en La Habana porque le buscaba la policía de Santiago. Así es como establecí contacto con «Deborah», nombre de guerra de Vilma Espín, mujer de Raúl Castro después de la victoria que es cuando supe su verdadero nombre. La fotografié en la Sierra, en una visita que le hizo a Fidel, junto a Celia Sánchez, con una flor blanca en la oreja.
Después de 15 días cambiando de domicilio todas las noches para no ser detectado, «Deborah» pudo darme un guía para subir a la Sierra. Fueron dos noches y tres días lo que nos costó llegar hasta donde esperaba Fidel. El viaje se realizó siguiendo primero el «Camino Real» construido por España allá por el siglo XVIII. Estaba empedrado y entre los adoquines crecía la hierba hasta diez centímetros por falta de uso rodado. Tras una primera noche en una casa que bordeaba el ferrocarril de Bayamo, subimos las primeras colinas hasta un lugar llamado Minas del Frío donde pasamos una noche de perros con un viento implacable.
En la tarde del siguiente día me encontré con Fidel Castro que estaba acompañado por Armando Hart quien, tras la victoria, sería Ministro de Educación. A partir de aquella noche, las largas caminatas diarias se reanudaron. Solo cuando esperaba a alguien la Comandancia se detenía para esperarle. El resto del tiempo cambiaba de acampada cada noche porque un guía les había traicionado. Y siempre que éste se separaba de Fidel, a las pocas horas, llegaba la aviación y bombardeaba la zona. Una vez detenido, lo registraron y encontraron un salvoconducto del mismísimo general Chaviano. Fue ejecutado.
Los rebeldes serían, en diciembre de 1957, alrededor de un centenar y medio. Para armar a aquella gente, los guerrilleros atacaban pequeños puestos de militares obligándoles a pedir refuerzos que solían caer en manos de la emboscada castrista. Otro medio de armar a más voluntarios era dejando que los niños guajiros se ofreciesen a los soldados para llevarles armas y pesadas cajas de munición que, misteriosamente, desaparecían en la maleza. Más tarde se recuperaba todo y Fidel podía admitir nuevos voluntarios. De resultas de un año de lucha en la Sierra, había una docena de prisioneros con los que hablé libremente, sin presencia alguna que pudiese cohibirles. Tenían dos quejas: que Fidel se negaba a dejarles combatir con los rebeldes y que al verse obligados a permanecer siempre en el mismo lugar -aunque sin trabas para moverse en el campamento- habían engordado.
La lucha en Pino del Agua
El combate de Pino del Agua tuvo lugar del 14 al 15 de febrero de 1958. Era un aserradero donde un buen número de soldados ocupaba una docena de barracones. Su peculiaridad es que era la última guarnición batistiana dentro de Sierra Maestra. Para aportar ayuda a los atacados sólo había dos caminos por los que podrían llegar refuerzos. En ambos se dispusieron sendas emboscadas. Fidel intentó que el comandante de Pino del Agua se rindiese, sabiendo que había pocas probabilidades de que aceptase pasarse al «26 de Julio». A las veinticuatro horas de iniciado el combate, con una densa niebla y cuando esta empezaba a diluirse y aparecían los barracones, ambas partes se disparaban a placer. Finalmente se escuchó una fuerte explosión proveniente de una de las emboscadas. Fidel ordenó la retirada y me encargó de que fuese a avisar a Che Guevara de que nos íbamos. Retorné a primera fila, donde el argentino estaba sentado en un tronco de árbol abatido durante uno de los bombardeos de la aviación batistiana. Junto a él, su ayudante, cuerpo a tierra. Llegué junto a él agachado y le transmití el recado. «Dile a Fidel que ya os alcanzaré. Quiero quedarme más rato aquí porque estoy descubriendo que la pólvora es lo único que me alivia el asma».
Estuve 4 meses en la Sierra, excepto por una salida de una semana para mandar mis fotos a Paris-Match. Las envié reveladas, envueltas en papel en tiras y cosidas entre dos enaguas almidonadas. Era la moda de las faldas en campana y Piedad Ferrer, una joven revolucionaria de 17 años, viajó a Miami desde donde remitió mi trabajo a Paris. Aunque pedí que no se publicase nada mientras yo no saliese de la isla, el secuestro de Juan Manuel Fangio, entonces seis veces campeón del mundo de Fórmula 1, provocó la alarma en la redacción de todas las publicaciones del mundo. El Gran Prix de La Habana era más noticiable que una revolución armada en Cuba.
Decidieron, con buen criterio, publicar mis fotos y que yo me las arreglase para salir de la isla. Fue una exclusiva mundial y hasta nuestros rivales americanos, Time/Life, adquirieron mi trabajo. La revista cubana Bohemia compró los derechos para la isla y tiró 600.000 ejemplares en una isla que tenía unos 7 millones de habitantes. La policía intentó cazarme mientras yo buscaba ayuda diplomática. Acabé cayendo preso del Buró de Investigaciones. Tras una semana a palo limpio, la embajada de España me sacó a regañadientes porque el embajador, Juan Pablo Lojendio, me reprochaba no haberme presentado a él desde mi llegada. Al ser amigo de Batista me hubiese conseguido un almuerzo con el dictador. Le agradecí haber salvado mi vida y le dije que el interés internacional estaba en la Sierra. Un periodista llamado Bastide, por cierto, fue castrado por la policía batistiana.
Enrique Meneses
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