La España de Zapatero posee rasgos que la hacen bien distinta de otros países que sufen un gobierno de izquierdas. Ser socialista de forma sincera, esto es, creyendo que las teorías marxistas valen para ordenar con eificiencia la sociedad y dar a los ciudadanos las mayores cotas posibles de libertad, es una desgracia que suele curarse con buenas lecturas y pagando impuestos. En cambio, cuando el socialismo deviene progresismo el mal tiene difícil cura, porque ninguna evidencia o razonamiento lógico hace que el sujeto recupere el sentido común.
El progresismo es la evasión de la realidad. Los hechos carecen de importancia, así como las consecuencias de las medidas que ponen en práctica los gobiernos. El progresismo, en esencia, consiste en imaginar un futuro esplendoroso según cierto canon particular y convertirlo en un salvoconducto que justifique los desastres ocasionados en el presente. Es la famosa sentencia maquiavelina sobre el fin y los medios elevada a su máxima expresión.
Zapatero es, a estos efectos, el perfecto ejemplo del progresista, al que además toda una corte de seudointelectuales y organizaciones de izquierda aplaude a rabiar, sea cual sea la majadería que salga por su boca, el nivel del desastre provocado por sus decisiones o el triste destino de aquellos a los que (supuestamente) un estado socialista debiera proteger como primera prioridad. El gobierno de Zapatero es progresista, de los más progresistas del mundo, esforzado defensor de la legalidad internacional, valedor de los humildes, luchador incansable contra la pobreza mundial, mecenas del arte de vanguardia más radical, patrono de la igualdad entre los sexos a base de cuotas, muñidor de la revolución legal en favor de las minorías sexuales, revisionista histórico-hemipléjico, amigo de los gobiernos que aún representan el marxismo clásico, con su halo de romanticismo ideológico, y campeón de la alianza de civilizaciones, la paz perpetua y la fraternidad universal. En definitiva, Zapatero es todo aquello que cualquier adolescente radicalizado admira en un dirigente político, es decir, lo que desea la mayoría de la sociedad española, cuya madurez intelectual y política aún no ha superado la edad democrática del pavo.
Un análisis riguroso del momento actual de la nación española y de la acción de gobierno de los últimos cinco años tendría como consecuencia el rechazo unánime de la sociedad, convenientemente espoleada por unos medios de comunicación que abrirían sus páginas, boletines informativos y telediarios con la situación insostenible de miles de familias, abocadas a la subsistencia del paro, mientras algunos políticos derrochan a manos llenas un dinero que no les pertenece.
Pero en España nada de esto sucede. Los telediarios dedican el ochenta por ciento de su espacio a los sucesos, un quince por ciento a los deportes (es decir, al Real Madrid) y el cinco por ciento restante a recoger las declaraciones de los políticos de progreso, que intentan hacer ver a los ciudadanos que el principal problema de nuestro país no es la insostenible situación económica, fruto de su incompetencia, sino que la derecha fascista no deja que Garzón abra las fosas comunes de la guerra civil. Y, por si algún despistado aún no lo ha cogido, el diario El País dedica los días inmediatamente anteriores y posteriores a la aparición de las cifras del paro de noviembre, el más catastrófico de nuestra historia, a contar a sus lectores la noticia falsa de que Aznar traicionó a los españoles permitiendo a la CIA utilizar nuestro espacio aéreo para llevar inocentes, casi monjitas de la caridad con turbante y detonador, a la cárcel de Guantánamo.
En esta tesitura, no resulta extraño que, convenientemente disfrazados de repartidores de butano y con bolsas de basura cubriendo sus cabezas, en perfecta alegoría, unos estudiantes universitarios, vanguardia grotesca del rebaño común, montaran al ex ministro Piqué una algarada para impedirle dar la chala a la que había sido invitado por la Complutense. O que con un paro galopante y una crisis económica brutal los españoles se feliciten entusiasmados porque ha ganado Obama.
El ministro de trabajo, cuya denominación administrativa es un sarcasmo cuando gobierna la izquierda, le va a pedir a los Reyes Magos que el paro no llegue a los cuatro millones, aunque para eso tenga que hacer dejación de su rigor laicista. Mas no debe preocuparse. Aunque llegue a los cinco millones, ni los sindicatos montarán huelgas salvajes ni los desempleados dejarán de votar PSOE en las próximas elecciones. En la España de ZP, el personal sólo se cabrea con los vuelos de la CIA y con la Iglesia Católica. Para pedir el pasaporte esloveno, vamos.
Pablo Molina
http://findesemana.libertaddigital.com
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