quarta-feira, 10 de dezembro de 2008

Sesenta años de deberes humanos

A los locos de los Derechos Humanos hay que temerlos tanto como a los locos de Dios o del ciclismo, aunque sólo estos últimos ofrecen cada año una imagen acabada de los peligros que encierran. A lo largo del verano vibran con el Tour, el Giro y la Vuelta, hasta que en la etapa de la subida al Angliru entran en acción. Se apostan en la carretera, cerca de la cima, a la espera del esforzado ciclista objeto de su admiración que, a esas alturas, lleva en los pedales varios kilómetros de subida endiabladamente empinada. Tan pronto lo ve aparecer, el loco del ciclismo se abalanza sobre él y comienza a correr a su lado profiriendo gritos de apoyo en sus oídos, agitando ante sus ojos la bandera nacional, arrojando chorros de agua sobre su sudor para refrescarlo. Por último, le da en el sillín un empujón de ánimo y lo deja marchar. Mientras se tambalea, el ciclista ensordecido, calado y destemplado, añora una afición algo menos entusiasta.

El fanatismo derriba al ciclista por amor al ciclismo como distorsiona la fe por servir a Alá o atropella a las personas en nombre de los Derechos Humanos. Hay que andar con cuidado. Los Derechos Humanos han llegado a adquirir tanto prestigio que corren el riesgo de ser invocados para justificar cualquier fin, incluso aquéllos que los contravienen frontalmente. Los redactores de la Declaración Universal que hoy cumple sesenta años tuvieron ese riesgo muy presente. Por eso el último artículo advierte expresamente: «Nada en la presente Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendentes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración».

En los últimos años, sin embargo, ha cobrado fuerza la idea de que es legítimo intervenir allí donde se produzcan violaciones graves de los Derechos Humanos o reinen el hambre y la enfermedad en proporciones masivas. A finales de los años ochenta, el cofundador de Médicos sin Fronteras Bernard Kouchner, hoy ministro de Exteriores francés, y el abogado Mario Bettati acuñaron al alimón el concepto de «deber de injerencia». Proviniendo del ámbito de organizaciones humanitarias, podría no haber sospechas sobre sus buenas intenciones y, ciertamente, mucha gente comparte un sentimiento de responsabilidad respecto al destino de los millones de seres dolientes que conoce por la pantalla. En el mundo interconectado, resulta difícil despreocuparse de un opositor encarcelado, una presa torturada o una adúltera lapidada. «¿A quién pertenece el sufrimiento?», se preguntaba Kouchner.

En contra de la opinión de que en nuestras sociedades occidentales se pone demasiado énfasis en los derechos y demasiado poco en las obligaciones, lo cierto es que los derechos entrañan deberes cuando lo son auténticamente, esto es, dejando a un lado ese baratillo de los eslóganes publicitarios donde se nos vende que tenemos derecho a Internet, a un coche no contaminante o a soñar. La Declaración de Derechos Humanos se basa en la asentada convicción de que ciertas libertades e intereses son tan básicos que, al margen de sus tradiciones, su historia o su nivel de desarrollo, todo Estado ha de garantizarlos. Su universalidad impone a los miembros de una sociedad el deber de velar por su cumplimiento: difícilmente puedo reivindicar mi derecho a la libertad de culto sin comprender que eso me hace responsable de que los demás miembros de mi sociedad puedan disfrutar igualmente de ella.

En el mundo global, el problema que se le plantea de manera muy acuciante a «la gran familia humana», en palabras de la propia declaración, emana de la dificultad de cumplir con los deberes humanos que sentimos tener contraídos con nuestros semejantes. A menudo ese sentimiento desemboca en impotencia, frustración culposa o disolvente cinismo. Y otras veces, en actos sanguinarios: tal vez Kouchner no sea un loco de los Derechos Humanos, pero el «deber de injerencia», interpretado de manera amplia contra toda dictadura, y la laxitud con que obliga a manejar la noción de soberanía, formaron parte del andamiaje moral con que se justificó la invasión de Iraq y, en última instancia, favorecieron la amplia tolerancia con que fue acogido el paseíllo de Sadam Husein hacia el patíbulo. De haberle dado por los Derechos Humanos, y no por el ciclismo, el fanático del Angliru hubiera sido un modélico torturador en Abu Ghraib.

El concepto de soberanía tal como lo conocíamos está, en todo caso, herido de muerte. «Asegurar que los estados son tan soberanos hoy como lo eran hace cincuenta años es desconocer la realidad», afirma el abogado internacional Philippe Sands en su libro Lawless World (Un mundo sin ley). Lo que fue válido durante más de tres siglos, desde la paz de Westfalia (1648), ya no lo es. Con lo viejo inservible y lo nuevo nonato, el mundo se halla en el caos absoluto: una directriz europea puede imponer a los pescadores españoles las medidas exactas del gorro que deben llevar, pero no tenemos la menor idea de cómo obligar al gobierno de Birmania a algo tan elemental como la distribución de ayuda humanitaria tras un ciclón devastador.

¿Había que invadir el país para hacerlo y salvar decenas de miles de vidas? ¿Hay que ocupar militarmente el Congo o Darfur para restituir su dignidad a los cientos de miles de desplazados? ¿Bombardear la Ciudad Prohibida para lograr la excarcelación de los disidentes chinos? ¿Enviar paracaidistas y tanques para que las mujeres saudíes sean al fin consideradas «libres e iguales en dignidad y derechos»? ¿Resignarnos a que lo merecen menos que las afganas? Casi todas las vulneraciones masivas de los Derechos Humanos despiertan la ira de los ciudadanos televidentes, pero ¿quién administra la indignación?

Los Derechos Humanos han dejado una huella indeleble en la política moderna: la idea de que existen límites a aquello que el Estado puede hacer a los individuos. Como hoy disponemos de más información que nunca sobre las violaciones de estos derechos en cualquier lugar del mundo, la sensibilización acerca de nuestros deberes humanos no hace sino aumentar. Sin embargo, las acciones a emprender son mucho más complejas que una operación militar, como pone trágicamente de manifiesto el caso de Afganistán: o se inventan mecanismos internacionales de protección de los Derechos Humanos a la altura de la indignación que deben administrar -y, puestos a pedir, tan rápidos, eficaces y ejecutivos ante el dolor humano como lo ha sido el Banco Central Europeo para inyectar liquidez al sistema financiero-, o no habrá retórica capaz de convencer a los ciudadanos europeos de que sus gobiernos están comprometidos con esa causa.

Si la Declaración de Derechos Humanos queda convertida en el más bello medio para legitimar cualquier fin, en este río revuelto de soberanías demediadas corremos el riesgo de que las personas sean salvadas de Estados abusivos por el imperio de turno. Y si las fotos de Abu Ghraib nos estremecieron, es preferible no imaginar cómo serán dentro de veinte o treinta años las tomadas por oficiales chinos, en sus desvelos por extender los Derechos Humanos conforme a sus estándares.

Irene Lozano
www.abc.es

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