Sólo desde el siglo XV empleamos el término Europa; antes se prefería el de Cristiandad porque hacía referencia a su contenido espiritual. Luego esa misma Cristiandad, sin renunciar a sus valores de fondo, se dividió entrando en una serie de contiendas que movieron a von Klausewitz a decir que la paz es sólo paréntesis entre dos guerras. Y en 1947, siguiendo las orientaciones que Churchill, es decir Mambrú que volvía de la guerra, tres grandes políticos católicos, francés, alemán e italiano, decidieron que había llegado el momento de poner fin, mediante un acto de amor al prójimo, a toda la serie de guerras y que Europa comenzara a existir, haciendo reales programas de siglos. Han pasado sesenta años y hay razones para la esperanza; el terrorismo es «la nueva forma de lucha, diabólica», que hoy nos amenaza.
En 1955 se decidió diseñar una bandera para Europa. Robert Bichet era entonces vicepresidente del Consejo de Europa y no tuvo duda; de algún modo tenían que salir a la luz viejas raíces. Se hizo un concurso. Y uno de los que lo ganaron, Arsenio Heitz reveló, no tardando mucho que su diseño, el fondo azul de las doce estrellas, había sido inspirado en el Apocalipsis, en esos versículos que la Iglesia ha atribuido siempre a la Virgen María. No se trataba de hacer una manifestación litúrgica sino de representar un orden de valores. Cuando esta inspiración se demostró no faltaron las dudas y las vacilaciones ya que se trataba de un signo católico. Católicos lo eran, y de qué modo, De Gasperi, Adenauer y Schuman.
Cuando, en 1961 el Gobierno español, confesionalmente católico, solicitó el ingreso, Europa no podía rechazar la demanda. Ni aceptarla tampoco. Era fácil aducir razones políticas, pues España aun no se hallaba en la democracia. El Movimiento europeo convocó el Congreso de Múnich para evitar se hiciese en aquellas circunstancias una admisión. Acudieron personas relevantes desde dentro de España, para tomar defensa y buscar garantías. La negativa se hizo más transparente, pese al vigor de la democracia cristiana, porque el Gobierno español cometió el error de castigar a los que acudieron. Es cierto que hubo rectificación aunque demasiado tarde. El propio Franco recibió a los representantes del Movimiento europeo y admitió que cuando España formara parte de la Comunidad también tendría que acomodarse a las otras formas; esto debía suceder «después y no antes». En 1962 ya estaba en marcha el proceso de transición hacia la nueva Monarquía.
Sobre la mesa quedaba ahora un gran problema, el de la confesionalidad. La Iglesia, guiada por Juan XXIII que, siendo cardenal Roncalli, viajara por España en compañía de Ángel Ayala y Alberto Martín Artajo, estimulando todos los esfuerzos de reconciliación en la Cruz, dio en 1963 un paso decisivo con el Concilio Vaticano II, primero de la Historia que merece de plano el título de ecuménico ya que todos los continentes en él estuvieron representados. Se borraban las reliquias del Antiguo Régimen y se explicaba bien la de doctrina de la Iglesia acerca de la libertad religiosa. Frente a las dudas y reservas de otros sectores el catolicismo ha definido, una vez más, que bajo este título entiende la plena disponibilidad para que cada ser humano pueda practicar su religión, en sus amplias dimensiones, pues este es el primero y principal de los derechos naturales de toda persona.
De este modo aquella bandera que se izó por primera vez un día 8 de diciembre, que coincide con la fiesta de la Inmaculada, había comenzado a dar sus frutos. Estamos dentro de la conciencia de la Europeidad. Poco a poco todas aquellas comunidades que a principios del siglo XV fueran definidas como las Cinco naciones de Europa, ingresaron en la unidad. Pronto vendrían las dificultades, pero las razones para la esperanza siguen siendo suficientemente fuertes. Pocas veces se ha llamado la atención sobre un punto: la firma del Tratado de adhesión por parte de España, ejecutada por el primer gobierno socialista -se anulaban definitivamente las tendencias a la confesionalidad- tuvo lugar en ese conocido salón de Roma, que preside la gigantesca estatua de Inocencio X. Curiosamente este Papa fue el que condenó la paz de Westfalia, porque no era paz sino victoria de un bando sobre otro.
Debemos cuidar de que las circunstancias no se cambien: un patrimonio histórico heredado ha enriquecido y mantenido a Europa hasta llegar a ese punto de convivencia que ahora se ve amenazado por ciertos extremismos laicistas. En el viejo idioma de la Iglesia laicos son únicamente aquellos que no son clérigos; se puede ejecutar una inflamación en las palabras convirtiendo laico en laicismo, que es como pasar de las amígdalas a la amigdalitis. De ese modo se renueva una persecución de lo religioso, no por medios violentos sino por la profunda reducción a silencio si bien hemos de comprender que de este modo prescindimos también de los valores más profundos -derechos naturales humanos, concepción de la justicia como dar a cada uno lo suyo, afirmar la capacidad racional y el libre arbitrio- sin los cuales no se qué monstruos seríamos capaces de crear.
Y ahora tenemos ahí delante Turquía. Muchos europeos están dispuestos a superar tiempos pasados, olvidando Lepanto y Viena, salvados en último extremo. Bien, no entremos en disquisiciones. Pero no se puede olvidar que en Turquía, a diferencia de Occidente un partido islamista ha llegado al poder dando al traste con el ensayo de Mustafá Kemal Ataturk. El proceso histórico otomano se ha reanudado. Y la esposa del presidente Gür dio el paso muy significativo de negarse a prescindir del velo. Algo, sin duda, en que contaba con toda la razón.
Pero este hecho abre paso a dos interrogantes consecuencia de la pretensión de incorporar este país a Europa, colocándole al amparo de la bandera azul de doce estrellas. ¿Puede el Islam renunciar a la confesionalidad del Estado? La experiencia, hasta ahora, nos da una respuesta enteramente negativa, porque esa unidad entre espiritual y temporal forma parte de su esencia.
Me parece que es imposible esperar una definición como la del Concilio Vaticano II. Por otra parte Turquía es esencialmente Anatolia, una península que fue en principio llamada Asia. Si se rompen los límites de la europeidad estamos cambiado de raíz el sueño de 1947; en lugar a una Comunidad para la paz, habremos construido un mercado, es decir, un espacio económico, para el que no pueden fijarse límites.
No intento aquí sacar conclusiones. Carezco de la preparación necesaria. Pero como ciudadano de a pie y creyente cristiano entiendo que ha llegado a producirse una coyuntura de consecuencias imprevisibles. La bandera de Europa, que pronto va a cumplir cincuenta y tres años, implica un compromiso con el patrimonio heredado, del cual no podemos prescindir. Ser europeo significa adherirse a un conjunto de valores y no, simplemente, asegurar un espacio. Porgue este último debe y puede abarcar el universo mundo ayudando a los otros, a fin de cuentas prójimos, en la solución de sus necesidades.
Luis Suárez Fernández, de la Real Academia de la Historia
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