Cientos de miles de familias se han reunido hoy en la madrileña Plaza de Colón para celebrar una multitudinaria Eucaristía con motivo de la fiesta de la Sagrada Familia. Ha sido un acto principalmente religioso, sí, pero también una reivindicación de una moral y de una institución claves para la supervivencia de una sociedad libre.
La familia es la primera institución de ayuda y de socorro en tiempos de necesidad, imprescindible siempre pero más en época de crisis, como bien saben los inmigrantes que han venido solos a España y ahora se ven desamparados. Y lo que es más importante, realiza esa labor de forma voluntaria y altruista, al contrario que la tan publicitada "solidaridad" del Estado, que sólo actúa habiendo obligado previamente a los ciudadanos a aflojar la mosca. Además, supone un mecanismo de transmisión de valores y de educación integral de la persona que funciona al margen de lo que los sabios pedagogos del momento hayan decidido que es lo justo y lo correcto.
Así, no es extraño que una ideología tan extremista, como es el progresismo, no pueda soportar que se apoye públicamente una institución que supone la principal línea de defensa frente a cualquier plan de ingeniería social. Ni que exista una organización con una capacidad de movilización que supere con mucho la suya y que se oponga firmemente a sus planes de rehacer la sociedad a su antojo. Así, la familia tradicional y la Iglesia han sido el blanco preferido durante estos años de los ideólogos de izquierdas y de su Gobierno.
Los progresistas han caído en el error de pensar que ciertas semillas pueden germinar en cualquier tipo de terreno. Contemplar cómo la civilización occidental y sus valores de libertad, democracia y tolerancia han nacido y se han desarrollado puede llevar a pensar o bien que es bien sencillo que semejante milagro se reproduzca en entornos bien distintos a los de la Europa de cultura judeocristiana donde tuvo lugar originalmente, o bien que pueda sobrevivir sin esa base. Que consideremos estos valores universales no debe llevarnos a la ceguera de pensar que pueden respetarse del mismo modo en todos los países y regiones del mundo sea cual sea la cultura y el modo de vida imperantes en el lugar.
De ahí los riesgos de las políticas anticristianas del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Con serlo, no es tan importante el rechazo que pueda provocar el radicalismo del Gobierno socialista entre los católicos o entre quienes no siéndolo defienden unas posturas similares a las de aquellos. No, lo grave es que esa deriva se asemeja a la postura de un deportista de élite que, tras alcanzar la cima, abandona todo el esfuerzo y el entrenamiento que le permitieron llegar tan alto, por pensar que ya lo tiene todo hecho. La cultura de la muerte supone un claro alejamiento de las bases sobre las que se ha fundamentado la civilización occidental, y pensar que puede imponerse sin serias consecuencias para nuestras libertades es ser extremadamente ingenuo o directamente ciego.
Defender a la familia es defender aquello que nos hace libres y que nos permite ofrecer resistencia al poder. Sólo por eso, los liberales –católicos o no– debemos estar agradecidos a los cientos de miles de personas que se han congregado este domingo.
Editorial
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