domingo, 28 de dezembro de 2008

Homilía del Cardenal Rouco Varela en el día de las Familias, en Madrid.

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

De nuevo, este año, hemos venido a celebrar la Fiesta de la Sagrada Familia, la Familia de Jesús, María y José, a la madrileña Plaza de Colón, unidos a todas las familias cristianas de España en comunión de fe, esperanza y amor. Se ha iniciado nuestra celebración escuchando y acogiendo con afecto y gratitud filial las luminosas y estimulantes palabras que nuestro Santo Padre ha querido dirigirnos una vez más desde la Plaza de San Pedro en el marco del rezo dominical del Ángelus. El Papa, extraordinariamente sensible a las necesidades humanas y espirituales de la familia en estos momentos tan críticos por los que atraviesa la humanidad, ha querido alentarnos a todos los presentes, pero de un modo muy especial a las familias que formáis esta magna Asamblea eucarística, a ser testigos valientes e incansables del Evangelio de la Familia, con obras y palabras, en la Iglesia y en el mundo, porque del bien integral de la familia depende la suerte de toda la familia humana. En el corazón de este Evangelio se encuentra una verdad fundamental: la familia es gracia de Dios. Y un modelo para vivirla: la Sagrada Familia de Nazareth. Gracia de Dios quiere decir: la familia es fruto del amor creador y redentor de Dios. Y, el modelo de Nazareth, la posibilidad de vivir la familia en la integridad y belleza de su ser como comunidad indisoluble de amor y de vida, fundada en la donación esponsal del varón a la mujer y de la mujer al varón y, por ello, esencialmente abierta al don de la vida: a los hijos.

Esta verdad y este modelo de la familia, comprendida en toda su belleza, natural y sobrenatural, que ilumina la fe cristiana esplendorosamente, es lo que queremos vivir y celebrar hoy en esta Eucaristía, ¡el Sacramento del Amor de los Amores!, con el gozo de saberse hijos de Dios, destinados a vivir la existencia por los caminos del mundo y de la historia como una vocación para el amor. Esta verdad y este modelo de la verdadera familia, cuya actualidad no pasa nunca, es lo que queremos anunciar y presentar de nuevo hoy al mundo con nuestra celebración eucarística en la Plaza de Colón, no olvidando lo que tantas veces Juan Pablo II recordaba como “la regla de oro” de toda evangelización, la última vez, en aquella memorable Vigilia mariana de “Cuatro Vientos” con los jóvenes de España, el 3 de mayo del 2003, víspera de la canonización de cinco santos españoles del siglo XX, en esta misma plaza: “Testimoniad con vuestra vida –les decía– que las ideas no se imponen, sino que se proponen”. El Concilio Vaticano II había enseñado ya antes, en 1965, que “la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas”.

Estamos convencidos, por la gracia de Dios –la gracia que a todos se ofrece y que a nadie rechaza, a no ser que ella misma sea rechazada– de que no sólo es posible concebir, ordenar y vivir el matrimonio y la familia de forma muy distinta a la que en tantos ambientes de nuestra sociedad está de moda y que dispone de tantos medios y oportunidades mediáticas, educativas y culturales para su difusión, sino que, además, es la que responde a las exigencias más hondas y auténticas de amor y de felicidad que anidan en el corazón del hombre. ¡El futuro de la humanidad pasa por la familia!, insistía Juan Pablo II. La familia “es la principal agencia de paz”, afirmaba Benedicto XVI.

Es, por ello, una gran alegría poder saludaros a tantas familias venidas de todos los rincones de España, junto a las familias madrileñas, en nombre de los Sres. Cardenales, Arzobispos y Obispos, que concelebran conmigo en esta solemnísima Eucaristía de la Fiesta de la Sagrada Familia, y, también, en nombre de los numerosísimos sacerdotes concelebrantes, venidos no sólo de Madrid, sino de muchas otras Diócesis de España. ¡Os saludo, queridas familias, con aquel afecto pastoral que renace en cada Navidad al calor del Niño Jesús recién nacido en la cuna de Belén, muy cerca de María y de José, y os agradezco vuestra respuesta a la invitación para celebrar “eucarísticamente” el día de la Sagrada Familia en este lugar, vinculado por tantos y tan memorables acontecimientos a la más reciente historia de la Iglesia en España ¡Respuesta sacrificada y generosa!

El saludo se dirige, en primer lugar, con respeto y emoción agradecida a los abuelos, protagonistas callados pero decisivos hoy y tantas veces de la educación cristiana de sus nietos: los niños y los jóvenes en los que se cifra el inmediato futuro de la sociedad y de la Iglesia. Nuestro saludo se vuelve también cercano, afectísimo y animoso a los matrimonios, a los padres y madres de familia que llenáis con vuestros hijos la Plaza de Colón en este día tan señalado para las familias cristianas de España. ¡Estamos a vuestro lado con nuestra oración y nuestros desvelos de Pastores de la Iglesia en esta coyuntura histórica, excepcional por tantos motivos, en la que vuestros esfuerzos por hacer de vuestras familias santuarios de la vida, hogares del amor y testimonios de esperanza para los hombres y la sociedad de nuestro tiempo, resulta una tarea tan difícil como hermosa! Saludamos también con mucho afecto a los numerosos jóvenes que participan en la celebración con la alegría y el compromiso cristiano que hoy de nuevo han puesto a prueba con su desprendida y pronta colaboración para el mejor desarrollo de esta celebración; haced vuestro hoy, renovados en el amor a Jesús, José y María, el comportamiento en vuestras casas al que os exhorta la Palabra de Dios: “el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha” (Eclo 3, 2-6). Y, finalmente, nuestro más entrañable saludo va dirigido a los numerosos niños que tomáis parte, sin duda muchos por primera vez, en esta Fiesta de la Familia cristiana en la Plaza de Colón, rodeando el Altar de la Eucaristía. ¡Vosotros sois los preferidos del Señor! Jesús se lo decía y lo continúa diciendo en primer lugar a los mayores, pero también hablándoos a vosotros, queridos niños. Decía Jesús: “Dejad que los niños vengan a mí porque de ellos es el reino de los Cielos”. Los niños necesitan de sus padres. Necesitan del amor de un padre y de una madre para poder ser engendrados, traídos al mundo, criados y educados conforme a la dignidad que les es propia desde el momento en el que son concebidos en el vientre materno: la dignidad de personas, llamadas a ser hijos de Dios. ¡De todos ellos, desde ese primer instante de su existencia, es el Reino de los Cielos! No podemos, ni queremos olvidarlos en esta celebración solemnísima de la Sagrada Familia. Estremece el hecho y el número de los que son sacrificados por la sobrecogedora crueldad del aborto, una de las lacras más terribles de nuestro tiempo tan orgulloso de sí mismo y de su progreso. Ellos son los nuevos “Santos Inocentes” de la época contemporánea. Por otro lado, el Santo Padre en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 1 de enero del 2009, “Compartir la pobreza, Construir la paz”, llama la atención de la comunidad internacional sobre el dramatismo de los datos que se refieren a la pobreza de los niños y de cómo es a ellos a quienes golpean en primer lugar las situaciones de pobreza de sus familias: “Cuando la pobreza afecta a una familia –nos dice el Papa–, los niños son las víctimas más vulnerables: casi la mitad de quienes viven en pobreza absoluta son niños”.

Queridas familias: si quisiéramos cifrar la verdad del Evangelio de la Familia en un aspecto central que la inspira e ilumina en su totalidad, habríamos de afirmar: la función esencial de la familia es ejercer de cauce primordial para que el hombre descubra que su vocación, la que constituye la razón de ser de su existencia, es el amor: ¡participación en el amor verdadero, en el tiempo y en la eternidad!; por lo tanto ¡la participación en el amor que viene de Dios y a Dios lleva! “El hombre no puede vivir sin amor”, enseñaba Juan Pablo II en su primera Encíclica “Redemptor Hominis” (n. 10). Y añadía: el hombre “permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”. Benedicto XVI, por su parte, también en su primera Encíclica “Deus caritas est” (n. 28, b), recordaba que “quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto tal”. Cuando el varón y la mujer se entregan mutuamente para toda la vida en el verdadero matrimonio, se aman. Cuando no impiden que de la donación mutua de sus personas –de sus cuerpos y de sus almas– brote una vida nueva, la de sus hijos, pro-creados con Dios, están amando profundamente. Cuando los crían y educan con sacrificios sin cuento, siguen ejerciendo el amor bajo el signo de la Cruz gloriosa de Jesucristo. Y, los hijos… los hijos aprenden a amar experimentando cómo son amados gratuitamente, por sí mismos, y correspondiendo, de su parte, al amor de sus padres con su propio amor, desprendido y entregado sin reservas en la obediencia filial y en la compañía y sostén que deben prestarles durante todos sus días.

Muchas son en las actuales circunstancias, queridas familias, las dificultades de toda índole –económicas, sociales, jurídicas y culturales, morales y espirituales– que se interponen en el camino de la plena realización de vuestra vocación de esposos y de padres cristianos. ¿Cómo afrontarlas? ¡Mirando y siguiendo al modelo de la Sagrada Familia de Nazareth, siempre luminoso y siempre actual!

¿Cómo se enfrenta María con aquella situación, humanamente vista, insoluble, que resultaba de concebir al Hijo del Altísimo sin haber conocido varón? El repudio era la respuesta de la ley de su Pueblo. Y ¿cómo lo hace José, su esposo, ante la constatación de la evidencia del embarazo de su joven esposa antes de que viviesen juntos? María se confía totalmente a la voluntad de Dios. Se fía sin reserva alguna de las palabras del Ángel Gabriel que le asegura la plenitud de la gracia del Señor. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, es su respuesta. José, “que era bueno”, resuelve no denunciarla y repudiarla en secreto; pero cambia inmediatamente de opinión ante lo que le revela el Ángel, y la lleva a su casa, aceptando una paternidad, también desde el punto de vista humano, heroica. José obedece igualmente sin vacilar a la voluntad de Dios.

Ese sí confiado y entregado de ambos esposos a lo que quiere de ellos el Señor y a su gracia amorosa es su común respuesta: la que mantendrán firme y fielmente durante toda la vida, pese a que pronto se les iba a desvelar cuál sería el camino y el destino de aquel hijo intensa y piadosamente amado como no lo había sido nunca ningún hijo de los hombres ni lo sería después. Simeón, el anciano justo y piadoso que esperaba ver al Mesías antes de su muerte, al encontrarse con ellos en la entrada del Templo, adonde los padres del Niño Jesús le traían para ofrecérselo al Señor según la ley de Moisés, se lo predice con una escalofriante exactitud, dirigiéndose expresamente a María: “Mira éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y, a ti, una espada te traspasará el alma” (Lc 2,34-35). En definitiva, el amor a Dios y a aquel Hijo divino, que se les había confiado a pesar de su pequeñez y debilidad –¡amor de una ternura inigualable!- y la conciencia clara de que ese amor implicaba el estar dispuestos, sin ahorrar sacrificio alguno, a servirle en su obra salvadora de amor infinitamente misericordioso para con el hombre pecador, amenazado de ruina inminente, de muerte temporal y eterna, es lo que les inspira, impulsa y sostiene en la respuesta. ¡Una respuesta, finalmente victoriosa! ¡Una respuesta que vence al mundo!

¡Ése es el modelo, queridos padres y madres de familia cristiana! ¿Queréis ser fieles a vuestra vocación? Imitad a María y a José. Confiaros a su amorosa intercesión. Es cierto que vivir vuestro matrimonio como os lo pide la voluntad de Dios, Creador y Redentor del hombre, fundar, mantener y cuidar a vuestra familia según la ley de Dios, antigua y nueva, confiados en su gracia, supone hoy un reto formidable. La cultura del relativismo egoísta, del interés y de la competencia de todos contra todos, y la cultura de la muerte son muy poderosas. El lenguaje de la creación es claro e inequívoco respecto al matrimonio: un varón y una mujer, el esposo y la esposa que se aman para siempre y ¡dan la vida! “Es necesario que haya algo como una ecología del hombre, entendida en el sentido justo”, nos enseñaba el Papa hace pocos días en su discurso de Navidad a la Curia Romana y refiriéndose al valor insustituible de la ley natural como garantía del bien de la persona humana y de la familia. El lenguaje de la Palabra, hecha carne en el seno de la Virgen María, Palabra redentora que sana, eleva y santifica la creación, es de una claridad insuperable. ¡El amor de Dios ha triunfado para siempre por la Cruz y la Resurrección de Cristo! Es posible, más aún, es bello vivir el matrimonio y la familia como la Sagrada Familia de Nazareth. Es posible y es necesario dar testimonio ante el mundo de la alegría honda y duradera que trae la familia cristiana. Es posible y urgente vencer la cultura de la muerte con la cultura de la vida. Se puede y urge vencer la cultura de la dura y egoísta competencia, ¡de la egolatría!, con la cultura del amor verdadero. La familia cristiana puede y podrá asegurarse la victoria anunciando la verdad del Evangelio de la Familia con obras y palabras según el modelo de la Sagrada Familia de Nazareth, celebrando su Misterio en la Eucaristía y orando unida en comunión con la Iglesia, la nueva Familia de los Hijos de Dios. ¡No hay duda! ¡el futuro de la humanidad pasa por la familia, la familia cristiana!

A Jesús, María y José se la encomendamos fervientemente en esta piadosa y emocionante celebración eucarística con toda la fuerza y el amor de nuestra plegaria.

¡Dales tú, Señor, a estas familias, congregadas en tu nombre para celebrar el Sacrificio de tu Amor públicamente en esta plaza madrileña y universal de Colón, y a todas las familias de España, vivir la gracia de Dios que es su matrimonio y su familia con el gozo y la esperanza de ser testigos de tu alegría!

D. Antonio María Rouco Varela
Cardenal-Arzobispo de Madrid

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