La barbarie de Bombay y la crisis económica han eclipsado un acontecimiento excepcional: la ratificación del acuerdo de cooperación estratégica y militar norteamericano-iraquí. No debe pasar inadvertido.
Donde, ciertamente, no ha pasado inadvertido es en Irán, que ha luchado a brazo partido por minarlo. Teherán ha entendido hasta qué punto una alianza formal entre Washington y Bagdad, con fuerte respaldo de las fuerzas políticas con representación en el Parlamento iraquí, libremente elegido, altera el equilibrio estratégico de la región.
Para Estados Unidos, se trata del más importante avance estratégico en la zona desde que Henry Kissinger hiciera que Egipto dejara de ser un satélite soviético y se convirtiera en un aliado. Si no la pifiamos con una retirada precipitada de Irak, habremos conseguido hacer un aliado de un Estado enemigo situado en el epicentro del Oriente Medio árabe y empeñado en la desestabilización permanente.
Tampoco se ha reparado en la manera absolutamente maravillosa en que se ha llegado al consentimiento iraquí: mediante las clásicas maniobras parlamentarias, con no más de un par de peleas –muy poquita cosa, si se atiende a los parámetros internacionales: échele un vistazo a "¡Los mejores combates del Parlamento de Taiwán!"– a cuenta del rumbo y la identidad nacionales. Los saderistas conforman el único bloque significativo de oposición, pero apenas ocupan 30 de los 275 escaños. Los partidos chiitas religiosos aparentemente proiraníes resistieron la presión de Teherán y abogaron por el acuerdo. Lo mismo hicieron los kurdos. En cuanto a los sunitas, fueron los que más batalla dieron; pero no para que América se retirase, sino para que no lo hiciera demasiado pronto y les dejara, así, a merced del dominio despótico y puede que hasta vengativo de los chiitas.
Los sunitas, que sólo unos años atrás andaban empeñados en boicotear los comicios provinciales, negociaron con el primer ministro, Nuri al Maliki, y trataron de explotar el interés de éste en que el acuerdo saliera adelante, pero no alcanzaron sus objetivos más ambiciosos. Lo que sí obtuvieron fue una serie de compromisos legislativos formales para la consideración futura de sus demandas, que van desde la amnistía a la relajación progresiva de las leyes de desbaazificación.
Que este toma y daca democrático haya tenido lugar en el marco de un Parlamento pacífico cuando sólo han pasado un par de años del descenso de Irak a los infiernos del enfrentamiento sectario es ya de por sí algo asombroso.
En cuanto a los plazos de retirada, no se trata de un terrible quebradero de cabeza. De hecho, la fecha límite es prácticamente simbólica. Las tropas norteamericanas tienen que estar fuera del país para el 31 de diciembre de 2011, el fin de semana previo a los caucus de Iowa, que, loado sea el Señor, tampoco se adelantarán un solo día. Pero es que, además de distante, esa deadline es modificable. Según lo acordado, si las condiciones sobre el terreno lo justifican, se puede cambiar.
Cierto, la guerra no ha terminado. Como no se cansa de repetir el general David Petraeus, nuestros tardíos éxitos en Irak siguen siendo frágiles. De hecho, se ha registrado un repunte de la actividad terrorista, que seguirá ahí mientras lo que queda de Al Qaeda, las milicias saderistas y los "grupos especiales" controlados por Irán traten de hacer fracasar las elecciones provinciales de enero. Por otro lado, a largo plazo el mayor peligro es que el renacido Gobierno central iraquí se vuelva demasiado fuerte y, mediante un golpe militar o parlamentario, una nueva dictadura rompa los actuales acuerdos democráticos y cancele la alianza con Estados Unidos.
Tales desastres son posibles, pero no probables, si gestionamos nuestra retirada paulatina con la misma perspicacia con que gestionamos el aumento de tropas.
La posibilidad de un Irak económicamente independiente, democrático y proamericano está ahí, al alcance de la mano. Y si se convirtiera en realidad tendría dos efectos tremendamente importantes en la región. En primer lugar, representaría una grave derrota para Irán, que según los listillos de turno es el verdadero ganador de la Guerra de Irak. El brazo iraní de los ayatolás, Muqtada al Sader, que sigue escondido en el país vecino, ha sido condenado a la marginalidad parlamentaria luego de ser militarmente humillado por las nuevas fuerzas de seguridad iraquíes tanto en Bagdad como en Basora. Asimismo, conviene volver a recordar que han sido los partidos religiosos chiitas los que han promovido, negociado y garantizado la alianza estratégica con Estados Unidos, frente a la más rotunda oposición iraní.
El segundo efecto se derivaría de la propia existencia del régimen iraquí, una democracia aún imperfecta pero en funcionamiento, con una libertad de expresión sin precedentes y unas elecciones y unos partidos políticos libres. Si las cosas siguen este derrotero en el que, con Egipto, es el país árabe más importante, la evolución del mundo árabe podría experimentar un cambio significativo. Evidentemente, llevaría algún tiempo; una generación, por emplear las unidades temporales propias de la guerra contra el terror.
He aquí nuestra mejor esperanza en lo relacionado con ese imprescindible cambio político-cultural en el mundo árabe que dará lugar a la derrota del extremismo islámico. Después de todo, el Irak nuevamente soberano está más implicado en la lucha contra el radicalismo árabe que ningún otro país del mundo, excepción hecha de Estados Unidos, con el que ahora, mirabile dictu, cierra filas.
Charles Krauthammer
© The Washington Post Writers Group
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