Tengo por cierto que de haber muerto de una insuficiencia cardíaca o de un derrame cerebral, los amigos de Ignacio Uría habrían suspendido su partida de mus y acompañado los restos del compañero desaparecido de la forma más ceremoniosa posible. Algún cántico sentimental habría acompañado su último adiós y una gravedad insalvable marcaría la expresión durante los próximos días de quienes compartieron tardes y tardes de amarracos, de tute, de póquer o de remigio. Pero Ignacio no ha muerto como consecuencia de un fallo multiorgánico o de una larga enfermedad. Ha muerto mediante el plomo asesino que ha dejado en las cunetas a casi mil personas en lo que va de cuatro décadas a esta parte. Lo ha matado la ETA. Entonces la cosa cambia: hay que aparentar que ellos no van a poder con nosotros, que todo sigue igual, que la vida continúa. Otro se sienta en su sitio y se pone a barajar y repartir, a cuatro reyes sin señas, yo soy mus, yo hasta ahí, pares sí, juego no.
Me recordaba ayer el gran Santiago González algún ejemplo de esa conducta tan propia de todos estos años según la cual es mejor mirar hacia otro lado y hacer como que no nos hemos dado cuenta de que la sangre corre un poco más allá. A los pocos, muy pocos metros del lugar en el que yacía un policía recién asesinado discurría una carrera ciclista: los aficionados asomados a la valla no dejaron de jalear a los corredores sin querer percatarse que debajo de aquella sábana ensangrentada se encontraba el cuerpo de un hombre muerto unos minutos atrás. Tan cierto como que hay constancia fotográfica de ello: Antxon Urrusolo la incluyó en su extraordinaria y valiente exposición «En Pie de Foto». En Salvatierra, 1980, una pareja de terroristas asesinó a tres guardias civiles de tráfico gracias al chivatazo del cura párroco de la localidad -condenado posteriormente por ello- y en el juicio narró la viuda de uno de ellos que su marido fue rematado después de que algunos vecinos le hicieran saber a gritos a los asesinos -cuando estos huían- que aún estaba vivo y que tan sólo había sido herido en un brazo. Que aún se movía. Para esa mujer, los asesinos no habían sido sólo dos.
Azpeitia es hoy la síntesis y el reflejo de la enfermedad moral que asola la sociedad vasca, largamente diagnosticada y denunciada. E incluso asumida. Una parte de los trabajadores de la empresa de Uría, los afiliados al sindicato LAB, la correa de ETA con el mundo laboral vasco, se han negado a manifestarse en protesta por la muerte de su patrón. ¿Qué más podemos esperar?
La falta de compromiso, el adocenamiento, la incapacidad para rebelarse, el haber somatizado la muerte como un paisaje más, ese querer seguir con la vida normal como si nada hubiera pasado constituyen los síntomas de una pandemia cruel, pavorosa, casi cómplice. Creer que, por no mirar la gangrena, ésta ya no existe, es el primer paso para padecerla mañana, para ser el nuevo cadáver sobre el adoquinado de las calles. Vendrán a por todos nosotros y nos cogerán jugando al tute o al mus, envidando a chica o contando treinta y uno.
No tengo por qué dudar de la emoción que pudieran sentir los musolaris ante la falta del amigo de todas las tardes, pero sí dudo de la capacidad de percepción del mensaje que transmiten. Ellos, y todos los que se esconden, no quieren entender que nos han lanzado un órdago a muerte a todos, sin ver las cartas: ello supone estar a un paso de perder la partida. Y en el órdago no nos va un puñado de garbanzos y la cuenta de los pacharanes. Primero nos va la vida. Y, antes que la vida, la dignidad, sin la cual es mucho más penoso transitarla.
Carlos Herrera
www.abc.es
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