La Jornada Mundial de lucha contra el SIDA nos deja siempre una mezcla agridulce de buenas noticias y mensajes estériles, de propaganda barata y avances reales, de heroicos servicios y patochadas enormes. Y, cómo no, de basura lanzada a la cara de la Iglesia católica, que para eso un tercio de los centros de atención a enfermos del SIDA en el mundo son católicos.
En España, el genial Pedro Zerolo ha puesto su granito de arena, quizás más aburrido que otras veces: según él la Iglesia, con su condena de los preservativos, no ayuda a la lucha contra el SIDA. Vamos a ver, ¿qué es eso de la condena del preservativo? Lo que la Iglesia dice y enseña es que la sexualidad tiene un significado que sirve a la construcción del hombre y de sus relaciones, y que cuando dicho significado se pierde, lo humano decae y sufre un daño. Así que la Iglesia propone un ejercicio de la sexualidad inscrito en una experiencia de amor fiel y comprometido, abierto a la transmisión de la vida y con vocación de permanecer. Cosas todas ellas que ayudan notablemente a prevenir el SIDA. Y sobre el preservativo, lo que la Iglesia desenmascara es la falacia del sexo seguro, la idea grotesca de que esta tragedia se puede abordar a base de millones de euros dedicados a repartir trozos de goma, mientras se guarda un silencio culpable sobre la dimensión moral de la sexualidad humana. O sea, al margen del hombre, de su valor y de su dignidad.
Zerolo es de los que dan la batalla contra esta lacra en el terreno virtual, ése que tanto gusta a nuestros gobernantes y a nuestros hacedores de opinión pública. Lacitos, carteles, gomitas, carrozas y mensajes fáciles para consumo masivo. Pero hay otra lucha más carnal, más cotidiana y verdadera, la única que puede recuperar lo humano, en trance de ser pulverizado por una terrible enfermedad. La trinchera de esta lucha puede estar en algún barrio de Madrid, o en Manhattan, o en los suburbios de Kampala, y en muchas ocasiones sus protagonistas son monjas (las primeras que se atrevieron a atender a estos enfermos, cuando el cantante Ramoncín decía que el SIDA era un invento del Vaticano para impedir las relaciones sexuales), médicos y voluntarios católicos. Pero de ellos nunca se habla en la cartelería millonaria de esta Jornada recién celebrada.
Conozco bien cómo se desarrolla esta historia en los slum de Kampala, la capital de Uganda. Desde primera hora de la mañana, un grupo de voluntarios del Meeting Point International con Rose Busingye a la cabeza, recorren las callejas sembradas de este dolor inenarrable. Para ellos los rostros de un niño huérfano del SIDA, de una viuda que ha contraído el virus o de un hombre convertido en un pingajo en la plenitud de su vida, no son sólo la imagen de un problema, sino el grito de una necesidad inmensa, incalculable. Dice Rose: "En Uganda todos hacen proyectos, sea para distribuir preservativos, para defender a las mujeres, para derrotar la pobreza; todos están frente a los proyectos, no ante las personas; y así la persona no es nadie, está reducida a sus problemas". Los voluntarios del MPI no tienen fórmulas mágicas para combatir el SIDA, sino que acompañan a cada persona con su deseo inmenso de felicidad y con su exigencia de sentido, a través de una compañía cotidiana que no deja fuera ningún aspecto de la vida.
Rose Busingye es una enfermera que pertenece a la asociación Memores Domini, nacida en el surco del movimiento Comunión y Liberación. Actualmente el MPI ayuda diariamente a 600 enfermos en Kampala y atiende a un millar de huérfanos de la pandemia. Es una atención muy dinámica, hecha sobre el terreno, con visitas diarias a las familias, a las que proporcionan medicinas si no pueden hacer frente a los gastos de un ingreso hospitalario. También se les ofrecen alimentos, mantas y otros artículos de primera necesidad, sin olvidar el pago de tasas escolares para que los niños puedan acudir a la enseñanza primaria, y la atención legal a las viudas (terriblemente numerosas) o a los enfermos que han perdido el trabajo. Todo ello dentro de una trama de relaciones de amistad difícil de imaginar. Es Rose Busingye quien habla de nuevo: "Nuestra amistad con los enfermos y sus familias es una escuela donde aprendemos a amar verdadera y totalmente la vida de las personas y su destino". Rose no ve demasiados remedios en la sempiterna historia del preservativo, simplemente a la vista de la experiencia de su gente, considera que "es un modo negativo, sin solución, de enfrentarse al desafío de la epidemia". Le interesa sobre todo que las personas recuperen el sentido de sí mismas, porque sin eso se destruye todo y no hay base para un verdadero trabajo de recuperación.
Uno de tantos días, Rose y sus amigos del MPI encontraron a Vicky, una madre de tres hijos que había contraído el SIDA, y a la que había abandonado su marido. También uno de sus hijos sufría la terrible enfermedad. No se puede describir el abismo de amargura y desesperación de esta mujer, que rechazaba cualquier forma de ayuda. Entonces Rose le dijo: "¡Vicky, tú tienes un valor inmenso, más grande que tu enfermedad!, lo que necesitas es volver a tener esperanza". Aquella mirada y aquellas palabras fueron el comienzo de un resurgir humano para Vicky, que junto con su hijo ha comenzado la terapia contra el SIDA, pero sobre todo, ha encontrado una compañía humana que le recuerda cada día el valor infinito de su vida, una compañía que le da un rostro y que le ha permitido ser libre y llegar a perdonar a su marido.
Historias como la de Vicky se multiplican en los recodos de las barriadas marginales de Kampala. Como explica Rose una vez más, "nosotros ofrecemos ante todo una relación humana, una amistad que se profundiza con el tiempo, y gracias a esto, los enfermos y los niños descubren cómo hacer frente a la realidad con una libertad y una alegría antes desconocidas". La formación técnica de los voluntarios, la gestión del dinero que llega a través de ONG europeas como AVSI o CESAL, la comida o las medicinas, todo ello son sólo instrumentos para decir a los enfermos que poseen un valor más grande que el mundo entero, que son responsables de su propia vida y que ésta no es un absurdo abocado al abismo, sino que es siempre un camino, incluso cuando está marcada por un sufrimiento terrible. Algo que las campañas gubernamentales al uso jamás podrán ofrecer. Zerolo debería darse una vuelta por Kampala.
José Luis Restán
http://iglesia.libertaddigital.com
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