domingo, 14 de dezembro de 2008

La vida es sueño


La anécdota me la contó un amigo periodista hace unos días. Ocurrió en El Escorial, durante un curso de verano organizado bajo el muy sugerente epígrafe «Diez autores en busca de su personaje histórico». Ante un público compuesto en su mayoría por universitarios, el hispanista Henry Kamen trazaba un retrato objetivo, con luces y sombras, de Felipe II, el gran rey burócrata, el de los ojos que todo lo ven y todo lo ocultan, según el secretario felón Antonio Pérez, sin duda uno de los monarcas más enigmáticos, más replegados sobre sí que conoce la historia.

Por breve tiempo, gracias a la palabra del historiador británico, la católica figura del Habsburgo recobró su augusta presencia entre las columnatas, portales, salas, pasillos y helados rincones de El Escorial. Pálido en su fiebre de poderes y mudas preocupaciones. Pálido entre escribanos, embajadores, gentes de armas, doncellas extraviadas, centinelas somnolientos. Por muy, muy breve tiempo. Porque terminada la conferencia, los universitarios empezaron a descalificar a Felipe II. Sorprendido, el historiador pidió a los estudiantes que se explicaran, y éstos, sin ningún sonrojo, con ninguna documentación sobre la que fundar sus opiniones, insistieron en tildar al Habsburgo de tirano mezquino, rencoroso, fanático e hipócrita. Al final, fatigado, Kamen dijo: «Es inaudito. Los únicos en todo el mundo que se creen ya la Leyenda Negra a pies juntillas son ustedes, los universitarios españoles. Me abochorna.»

Siempre me ha intrigado esa prisa en aceptar versiones de una vulgar superficialidad respecto a la historia. Siempre me ha avergonzado esa manía de tratar nuestro pasado como algo que puede modificarse, o al menos como algo que podemos darnos la satisfacción de reprochar a alguien, al adversario político en concreto. Y abochorna más aún el olvido y el silencio ingrato con que menospreciamos partes enteras de nuestra cultura. Mientras mi amigo periodista terminaba de contarme la anécdota de El Escorial, yo pensaba en algo que me había ocurrido unos meses atrás.
Pensaba en un catedrático de instituto que, después de una conferencia durante la que había mencionado de pasada a Baltasar Gracián, se acercó para decirme que el autor de El Criticón, el último gran moralizador de la corriente estoica, ya no existe en los colegios españoles, ha desaparecido. Ya no se enseña a Gracián, me dijo con cierta melancolía y cautela diplomática.

El comentario me conmovió singularmente. Tantas cosas en todas partes, tantos anuncios para animar la lectura en las escuelas y acercar a los jóvenes a los escaparates de las librerías, tanto lamento institucional por el bajo nivel cultural de nuestros universitarios, tanta inteligencia cortesana aplaudiendo la gran presencia cultural y artística de España en el mundo, y de pronto resulta que uno de los escritores centrales en la formación del pensamiento crítico europeo, que un autor precioso y necesario como Cervantes, ha desaparecido de nuestros institutos, se ha esfumado no en el vacío, sino en la confusión de los ditirambos. Por supuesto, Gracián no es fácil: es un prosista que tiene profundidades y matices que no agota ninguna lectura, que sólo se nos entrega después de un largo asedio, una atención obstinada y ferviente. Pero, ¿acaso Quevedo no?, ¿y Shakespeare?

Todo esto -un grupo de universitarios juzgando desde la ignorancia más arrogante a Felipe II, la desaparición de Gracián- no tiene nada de nuevo. Se trata, en realidad, de la sombra alargada de una sola historia, un reflejo más del desprecio que en España cultivamos hacia nuestra propia historia, que está llena de terribles sombras, pero que es grandiosa. Lo escrito por Lope de Vega en el Siglo de Oro, en La Dragontea, es aún una de las cuestiones más absurdas y bochornosas de nuestro tiempo: «¡Oh patria! Cuántos hechos, cuántos nombres, / cuántos sucesos y victorias grandes... / Pues que tienes quien haga y quien te obliga, / ¿por qué te falta, España, quien lo diga?». El propio Gracián, muerto y enterrado en el mismo lejano siglo, y más valorado, mucho más valorado afuera, por Goethe, Kant o Schopenhauer, que dentro de España, también parece advertirlo, aunque con más resignación, como si no pareciera importarle demasiado: «¡Oh alabanza que siempre viene de los extraños! ¡Oh desprecio que siempre llega de los propios!».

Los ejemplos pueden multiplicarse hasta el cansancio, y conducirnos a la melancolía estéril. ¡La estupidez, la monserga, la ignorancia y el desconocimiento respecto de nuestros gigantes de la historia y la cultura son tan vergonzosos, y las lagunas de nuestros políticos tan abundantes! Y sin embargo, no todo está perdido.

Porque también hay acontecimientos y empresas arriesgadas capaces de entusiasmar y devolver la esperanza. Como el montaje teatral de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, que está estos días en el teatro Albéniz de Madrid, después de pasar por Berlín y Barcelona.

Torre suspendida entre el cielo y la tierra, el nombre y la obra de Calderón de la Barca, uno de nuestros dramaturgos más universales, tampoco ha escapado ni escapa todavía al desprecio más ignorante. La admiración que le dedicaron sus contemporáneos españoles del siglo XVII y los románticos alemanes del XIX ni se prolongó ni halló demasiado eco dentro de España. Si a Gracián se le reprocha oscuridad, a Calderón, a partir del siglo XVIII, se le echa en cara su catolicismo monolítico y antipático.

Siempre hay quien quiere que las cosas sean blancas o negras, sin incertidumbres, sin matices. Siempre hay aficionados a sustituir los puntos de vista de una época pasada -los únicos válidos para captar y comprender al autor y su obra- por los actuales parámetros morales. Hoy no es nada extraño escuchar entre algunos intelectuales y no pocas gentes del teatro que Calderón es un implacable clérigo y paladín de la Contrarreforma, un destacado artesano teatral que puso su genio verbal y escénico al servicio de los Austrias, ¡un dramaturgo de derechas!, eso y sólo eso.

Nuestro tiempo, que reduce la vida y la cultura a la política y la política a la propaganda, se contenta muchas veces, muy de acuerdo con el nivel moral que lo distingue, con juicios de este tipo. Tratemos de saber si Marco Aurelio, Dante, Erasmo, Montaigne, Cervantes o Goethe, eran de izquierda o derecha. La estupidez de tan elemental clasificación salta a la vista. ¿Por qué? Porque somos mucho más que abstracciones o símbolos, porque somos algo mucho más complejo, caótico, caprichoso y cambiante que lo que quieren hacernos pensar los herederos de Robespierre y los ciegos e ingenuos devotos del turismo revolucionario.

Leí por primera vez La vida es sueño cuando aún no era más que un adolescente, y de aquella aventura me quedó un relámpago de fascinación: el mismo, pero ahora hecho realidad sobre un escenario, que me ha dejado la adaptación de Juan Carlos Pérez de la Fuente y Pedro Manuel Víllora. El hombre, el mundo y sus incertidumbres... todo cabe en Calderón de la Barca, testigo y cronista de los entresijos de lo que entonces se llamaba libre albedrío y hoy denominamos libertad, genial culminación del drama barroco por excelencia:« ¿Qué es la vida? Un frenesí / ¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción...»

Después de Sófocles, de Shakespeare, debemos colocar a Calderón, dijo Goethe, quien después de poner en escena varias obras del autor español en Weimar confesó a Eckermann que si toda la poesía del mundo desapareciera se podría restaurar con una sola de esas piezas, El príncipe constante. Qué raro, si nos paramos a pensarlo, que hoy aparezca un director español dispuesto a descubrir los tesoros del arte y del pensamiento calderoniano. Qué fabuloso regalo navideño. Porque quien asista estos días de diciembre al Teatro Albéniz volverá a descubrir que la literatura es parte de una de las conjuras más eficaces a favor de la felicidad, y que en esa conjura se encuentra La vida es sueño, del pesimista Calderón de la Barca, ahora, con un Segismundo -Fernando Cayo-, prodigioso.

Fernando García de Cortázar
Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto

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