A la parte central de la calle 8 de Miami se la llama «La Pequeña Habana» pero no es verdad: ni las casas, ni los coches, ni las calles, ni el aspecto de las personas se podrían confundir con la capital cubana. Y, sobre todo, la principal diferencia es que los que viven bajo la dictadura casi nunca se atreven a hablar de política cubana, mientras que en Miami los exiliados no hablan de otra cosa. Hasta cuando sueñan. Sobre todo, cuando sueñan. Cincuenta años después de la llegada de los primeros cubanos huyendo de la revolución comunista, la avalancha de exiliados ha cambiado la historia del sur de La Florida, donde el español es la lengua mayoritaria, los cubanos dirigen las elecciones y creen que son decisivos en la carrera presidencial. La única verdad es que cada día, al terminar la jornada, estos cubanos a los que el régimen llama despectivamente «la gusanera» se van a dormir con la decepción de saber que todo el éxito y su relumbrón en EE.UU., que su dinero e influencia estratégica no sirven para nada a los únicos efectos que de verdad les interesan, porque el castrismo sigue incólume a pesar de sus sueños, a solo 82 millas de la punta de los cayos.
La diferencia entre los cubanos que llegaron en los primeros años de régimen comunista y los que han venido cruzando en balsas de fortuna sin haber conocido nada más que el castrismo es que unos añoran lo que otros quieren olvidar. Los primeros solo piensan en la Cuba que dejaron, tienen en casa una edición recién reimpresa de la guía de teléfonos de La Habana de 1959 para seguir creyendo que un día volverán aquellos tiempos, mientras que los segundos no quieren saber nada de las miserias y la mugre que dejaron atrás. Después de haberse engañado a sí mismos durante medio siglo creyendo que el triunfo de los barbudos era circunstancial, los que pueden se pagan el carísimo trámite del traslado póstumo al panteón familiar dejado en el Cementerio de Colón, o piden que les dejen en una sepultura provisional para hacerlo en su día. Los recién llegados solo tienen ojos para un futuro lejos de Cuba y si acaso se acuerdan de los familiares vivos, por supuesto porque aspiran a sacarlos de allí.
Dicen que el que quiera ser alguien en Miami debe dejarse ver al menos una vez por semana por el café Versailles, porque allí se discuten las principales conspiraciones políticas de la comunidad cubana. Pero lo más fácil es que entre ropa vieja, tostones y tres leches lo único que capte sean conversaciones que se parecen mucho a las discusiones abiertas en la mayoría de las emisoras de radio, donde cada cinco minutos se derroca, se expulsa, se juzga, se asesina o se fusila a Fidel Castro con la mayor alegría. En La Habana, el aludido hace chistes con las veces que los cubanos de Miami se han quedado dormidos escuchando la radio con las maletas preparadas, para subirse al primer yate que ponga rumbo al sur, donde está la isla de sus sueños y sus pesadillas.
Enrique Serbeto
www.abc.es
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