segunda-feira, 8 de dezembro de 2008

¡Qué buen trato recibiera!


«LLENA de gracia te llamo porque la gracia te llena; si más te pudiera dar, mucha más gracia te diera». García Lorca, en versos desbordados de elogio a la Madre de Dios, reconoce el amor inmenso que el Señor pusiera en tan bendita mujer: «El Señor está contigo, aun más que Tú estás con Dios».

Buen trato recibiera la Virgen María del mejor de todos los amos. La bondad sólo con generosidad se contenta. Nada pues ha de extrañar que, a la que su madre había de ser, de virtud tal la colmara que purísima la hiciera, que es tanto como decir Santísima. Es que esa bendita mujer lo llevaría en su vientre.

La imagen de la Inmaculada Concepción es una de las figuras sagradas más representativas y más queridas de la devoción popular española. La fiesta de la Purísima, con todo su misterio, signos y costumbres, literatura, música y tradiciones, forma parte importante del acervo cultural más genuino e identificador del pueblo español.

Pues nada, ni crucifijos, ni imágenes, ni cantos de auroras y campanilleros. Todo al vergonzoso almacén de los objetos excluidos, en razón de unas obligadas y extrañas normas de una ley de libertad religiosa y de la aconfesionalidad de una población mayoritariamente creyente.

La exhibición de signos religiosos motiva leyes en Francia, no poca polémica en Inglaterra y, algo menos, en España. Se habla de «guerra santa», de intolerancia, de mezquitas y su utilización no siempre por motivos religiosos. Aquí hemos comenzado por los colegios, que tienen que ser, en principio, espacios donde se tienen que dar las mejores lecciones de convivencia y de saber dar el valor que tienen los signos, sobre todo aquellos que contienen un significado tan universal de la paz y la entrega sacrificada en favor de los demás.

Qué buena ocasión se ha perdido con esto de los símbolos religiosos para educar en un verdadero respeto a las ideas y convicciones religiosas. No empeñarse tanto en mirar el vestido de los alumnos o los cuadros que adornan el aula, cuanto en hacer ver que las diferencias son signo de identidad y que se deben reconocer y valorar. Sería difícil el poder encontrar un signo más universal que la cruz como representativa de la paz entre todos.

Que nadie ha de sentirse molesto con lo que esta persona puede llevar sobre su cabeza, en la solapa de su chaqueta o con lo que quiere poner en las paredes de su colegio. Sólo a los intolerantes les rechinan los dientes de rabia porque los demás tienen la libertad de presentar sus signos y señas religiosos en público.

La erradicación de los símbolos religiosos es algo más que un atentado a los sentimientos de los creyentes. Es motivo de división y alejamiento entre las personas y atropello a la riqueza cultural de un pueblo. El pretexto de la multiculturalidad es tan falso como ofensivo para los creyentes de otras religiones. Una cosa es que convivan culturas diferentes, y otra que se diluya la propia identidad en una indefinida amalgama de culturas sin señales de identificación.

Sería equivocado el pensar que lo mejor para la aceptación recíproca sería el que cada uno ocultara su fe y sus signos religiosos. Se parte de la sospecha, del miedo a que el interlocutor sea capaz de aceptarnos tal como somos, como creyentes. Lo cual no deja de ser una desconsideración a quien tiene un modelo religioso diferente.

En el caso de la imagen de la Virgen María se trata, y no sólo para los cristianos, del icono de la mujer más dignificada. Juan Pablo II escribió una carta sobre la dignidad de la mujer, en la que decía que había llegado la hora de la mujer, su influencia en la sociedad, de la efectiva promoción de su dignidad y su responsabilidad.

No basta reconocer que el hombre y la mujer tienen igual dignidad y están sujetos a los mismos derechos, sino que se ha de tener en cuenta la peculiar identidad de la mujer, así como el valor de la complementariedad y de la ayuda recíproca que el hombre y la mujer deben prestarse, especialmente en el matrimonio.

El cristianismo siempre ha reconocido esta indiscutible valoración de la dignidad de la mujer, condenando cualquier limitación de sus derechos y, de una forma especial, denunciando la vejación que pueda sufrir a causa de su condición femenina. Todo ello ha quedado más que patente en la doctrina moral y social de la Iglesia.

La llamada violencia doméstica es una acción repudiable, porque a la maldad de la agresión, se añade la villanía de ver destruir a la persona, con la que había unos vínculos afectivos, un amor sincero. El odio y la violencia fueron más fuertes que ese amor recíproco.

Esta violencia de género es un perverso atentado al matrimonio que, en principio, es la máxima expresión de una mutua y libre elección. Dentro del matrimonio, la agresividad destruye esa fuerte comunión entre las personas. Hace que se tambalee uno de los pilares más sólidos para la felicidad del hombre y de la mujer. Lo que podía ser un maravilloso encuentro para una convivencia llena de amor, se transforma en una convivencia insufrible y abocada, en no pocas ocasiones, a la eliminación de uno de los cónyuges.

Dios ha querido hacer al hombre y a la mujer como valedores suyos y signo del mismo amor del Señor a toda la humanidad. Todo cuanto vaya contra ese proyecto de Dios es intrínsecamente malo y destructivo. El hombre y la mujer han sido creados para amarse, en el sentido más santo y digno del amor recíproco, que se funda en la dignidad y libertad de la persona.

No tenemos otro modelo mejor que ofrecer que la Santísima Virgen María: una mujer santa y bendecida por Dios como no lo fuera criatura alguna. Siempre al lado de su Hijo. Maestra y discípula. Fiel y entregada. La más humilde y la más enaltecida.

Necesitamos de la presencia de la mujer en la vida familiar, social, política y cultural. En la mujer tenemos a quien puede ser, con todo derecho, la persona más acreditada para defender la vida desde la concepción hasta la muerte. Su misma dignidad de madre avala sobradamente el derecho de sus hijos a nacer, a vivir en las mejores condiciones individuales, familiares y sociales.

En la Virgen María, la Señora Inmaculada, se descubre el pensamiento de Dios sobre la mujer. Más dignidad ya no cabe. Ni más aprecio. Dios se cuidó de María, pues iba a ser la Madre de su Hijo. «Estabas muy guardada para quien de ti nació» (Juan del Encina).

Carlos Amigo Vallejo
Cardenal - Arzobispo de Sevilla

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page