Hay quienes afirman misteriosamente que los obispos «se meten en política» por organizar una misa en la plaza de Colón, coincidiendo con la festividad de la Sagrada Familia. Pero celebrar misa y propagar el Evangelio es la misión primordial de la Iglesia de Cristo; el día en que los obispos estuviesen dispuestos a renunciar a esa misión sería cuando, por fin, podría decirse con propiedad que «se meten en política». La misión que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, pero comprende los principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana. ¿Y qué hay más naturalmente humano que la institución familiar? La Iglesia nos recuerda en esta festividad que Cristo buscó cobijo en una familia. Como Dios que era, no habría requerido el concurso de una mujer que lo gestase en su vientre, no habría requerido tampoco la figura de un padre que velase su andadura terrenal; pero su asunción plena de la naturaleza humana lo impulsó a hacerlo. Desvinculado de un padre y una madre, Cristo no habría sido hombre pleno, sino hombre mutilado; esto es, hombre desnaturalizado.
Ahora los propagandistas de la mentira pretenden hacernos creer que la desnaturalización del hombre no es una mutilación; y que, por lo tanto, la transmisión de vida, valores y afectos que sólo se produce en el ámbito familiar es algo de lo que el hombre puede prescindir, o algo que se puede sustituir con sucedáneos. También el hombre mutilado puede sustituir el miembro que le ha sido amputado por una prótesis; mas no por ello deja de estar mutilado. Y hasta es posible que la prótesis le avive la conciencia de su mutilación.
La Iglesia no hace sino recordar al hombre que la familia es una institución natural a la que Dios comunica una gracia sobrenatural. Los propagandistas de la mentira disfrazan su odio a la naturaleza humana combatiendo esa gracia sobrenatural; pero ya se sabe que, cuando quitamos lo sobrenatural, no nos encontramos con lo natural, sino con lo antinatural. Los propagandistas de la mentira odian la naturaleza humana; y una de las formas más agresivas de demostrar ese odio consiste en perseguir lo que ellos llaman «familia tradicional», como si pudiera haber familia sin «tradición», esto es, sin transmisión de vida, afectos y valores. La «tradición» entabla vínculos entre generaciones; es una larga cadena viviente en la que cada generación absorbe el acervo moral y cultural que la precede y lo entrega a la generación siguiente; y en ese proceso de transmisión, que no es inerte ni fosilizado, cada generación enriquece el legado recibido mediante aportaciones propias. Así ha ocurrido desde que el mundo es mundo; y la gran familia humana ha crecido sobre el humus fecundo de los tesoros que las generaciones anteriores se han encargado de preservar y ceder en herencia a quienes venían después.
Los propagandistas de la mentira saben que, mientras esa cadena no se quiebre, mientras el hombre no esté desvinculado, no podrán imponer sus designios de ingeniería social. De ahí que odien tanto la institución familiar; de ahí que exalten y promocionen falsificaciones de esta institución: saben que, en lo más hondo de su corazón, los seres humanos sienten que no lo son en plenitud si no los cobija una familia, si ellos mismos no se vinculan con otros seres humanos formando otra familia; y, puesto que borrar ese anhelo hondamente natural es tarea ímproba, tratan de satisfacerlo mediante sucedáneos.
En los últimos tiempos hemos asistido en Occidente a una concienzuda destrucción de la familia, tejido celular de la sociedad humana que ningún sucedáneo puede reemplazar. Hoy contemplamos los efectos de esta devastadora acción: matrimonios deshechos a velocidad exprés; hogares desbaratados con el menor pretexto, o convertidos en un campo de Agramante donde triunfan las más execrables formas de violencia (porque cuando las personas se desnaturalizan dejan de mirar a quienes están a su lado como algo sagrado); hijos desparramados y convertidos en carne de psiquiatra; abortos en cantidades industriales; nuevas fórmulas combinatorias humanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera. Pero aún quedan familias que se resisten a esta ingeniería social desnaturalizadora; aún queda gente con sueños comunes, con ideales compartidos, con afectos heredados de sus mayores que se renuevan en sus hijos; aún hay fidelidad y perseverancia de los buenos en medio de una generación que ya parecía pervertida. Y hay una Iglesia de Cristo dispuesta a seguir proclamando que existen unos principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana, entre los que ocupa un lugar sustantivo, medular, la institución familiar. Frente a la intemperie desnaturalizada que nos proponen los propagandistas de la mentira, la Iglesia propone la familia natural como creadora de vínculos, como cobijo frente a violencias, desarraigos y desarreglos psíquicos, como transmisora de los bienes que garantizan la supervivencia social, empezando por el bien supremo de la vida.
¿A quién puede amenazar u ofender que la Iglesia predique el Evangelio de la familia? Sólo a quienes desean vernos mutilados; sólo a quienes anhelan una sociedad desvinculada, convertida en carne de ingeniería social. Decía Chesterton que necesitamos sacerdotes que nos recuerden que vamos a morir, pero también y sobre todo sacerdotes que nos recuerden que estamos vivos. Los obispos, al convocar esta misa en Colón, han demostrado ser curas de esta segunda especie. Lo cual, sin duda, tiene que resultar insoportable a los propagandistas de la mentira, que nos quieren desnaturalizados y fiambres; por eso dicen que los obispos «se meten en política».
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
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