En 1967 se publicaba en alemán y en 1973 se traducía al español el libro del sociólogo T. Luckman, La religión invisible. En él se analizaba el lugar de la religión en la sociedad industrializada y pluralista. Se preveía una retirada de la religión del ámbito público a la esfera privada, de una función oficialmente estructuradora a otra sólo inspiradora, de su dimensión institucional a una vigencia estrictamente individual. Eran los años en que el marxismo difuso en toda Europa otorgaba a la economía y a la política la condición de fuerzas sustentadoras de la sociedad, haciendo de todo lo demás (ética, religión, derecho...) puras funciones derivadas de aquellas. Desde ahí se preveía la desaparición de la religión del horizonte público en los próximos años. Más recientemente en Francia M.Gauchet y L. Ferry han pronosticado la salida de la religión de los entramados sociales para convertirse en mero fermento de sentido para la vida privada, en su libro: Lo religioso después de la religión (2004).
¿Cuál es el resultado de tales pronósticos? Parecía en aquellos días que la secularización de la sociedad, de las instituciones y de las conciencias era irreversible, que conquistaría el terreno en un proceso, que nada podría detener. Tal pronóstico sólo parcialmente se ha cumplido. La caída del marxismo, la afirmación beligerante del islam, los movimientos carismáticos de tan distinta índole existentes en el mundo, las diversas teologías de la liberación que inciden sobre la religiosidad popular y sus elementos emocionales, la inexistencia en nuestro horizonte de grandes proyectos éticos de sentido, esperanza y justicia: todo ello ha quebrado la credibilidad de aquellas propuestas secularizadoras. Hoy las dos potencias más inspiradoras de lo humano son las culturas y las religiones.
La situación resultante es una escisión en dos posturas extremas: la que sigue pretendiendo que la religión sea la clave primera y suprema de estructuración de la sociedad y la que se empeña en recluir la religión y reducir los grupos religiosos al puro ámbito individual, convirtiéndolos así en sectas. Entre las teocracias de muy distinto signo y las sectas hay que situar la religión en las sociedades modernas. Estas deben ofrecer espacios públicos abiertos a todos los que, respetando el recto ordenamiento jurídico, el bien común y el orden público, aportan sus valores e ideales a la vida común. El Estado no tiene autoridad para prohibir, imponer o privilegiar a unos grupos sobre otros. El criterio para apoyarlos será su respeto a los derechos humanos junto con los ideales, valores y derechos configuradores de nuestra historia (que no puede ser trasmutada por real gana o arbitraria decisión de un gobierno), su presencia real en la sociedad, su cooperación tanto al fortalecimiento de las instituciones como a la superación de las necesidades, y la realidad numérica de unos y otros grupos. El Estado no puede emitir juicios sobre los contenidos específicos de cada uno de esos grupos. La categoría primera es la libertad de los ciudadanos, y desde ella unos configurarán su identidad desde la religión y otros desde la increencia. El espacio público no es de ninguno de ellos: ambos están igualmente legitimados a expresarse dentro de él y a configurarlo según sus convicciones forjadas en libertad.
La religión es una forma de ejercitación en libertad y por tanto afecta a todas las dimensiones de la persona, que es interior y exterior, privada y pública, individual y comunitaria. Justamente porque se refiere a Dios, absoluto y trascendente, es principio de sentido para todo, pero no sustituye a nada ni hace innecesaria la ejercitación de todas las demás potencias, instancias y ejercitaciones mediante las cuales se articula la vida social, intelectual, moral y política. Dios es para el hombre en un sentido todo, en cuanto principio de nuestro ser, sentido de nuestra existencia y dinamismo de nuestro futuro. El funda, inspira y sostiene todos los dinamismos de nuestra vida, pero no sustituye a ninguno de ellos en el orden material e histórico. El nos entrega el mundo como materia de nuestra libertad; y en el ejercicio de esta consiste nuestra dignidad de seres creados a imagen y semejanza de Dios.
El catolicismo se encuentra ante una historia nueva, que no puede ser ni la repetición de la historia anterior ni el tránsito a la privaticidad o al sectarismo. Una sociedad sin referencias últimas, en mero individualismo y en despreocupación por los grandes valores comunes, está condenada a la anomia y a la desesperación. «La liberación de la conciencia humana de las constricciones, que la estructura social sacralizada ejercía, representa una ocasión sin precedentes históricos porque puede afirmarse para todos la autonomía de la vida individual. Pero contiene un serio peligro: el de causar un retirarse en masa hacia la esfera privada mientras ´arde Roma´» (T.Luckmann). Una sociedad sin el cultivo de proyectos éticos, de la memoria histórica, de las raíces éticas y de los signos religiosos que han nutrido la trayectoria anterior, sucumbirá a la desmoralización y a la violencia.
El cristianismo es religión de trascendencia a la vez que de encarnación. Dios es real y se ha manifestado en la historia; a su reconocimiento abren la fe y un trascenderse del hombre más allá de la inmediatez de las cosas. Por ello Dios, Cristo y la Iglesia nunca podrán ser visibles como lo son la torre Eiffel, la Cibeles o el mar Mediterráneo. Son tan reales para el creyente como lo son la justicia para el hombre bueno, la belleza para quien tiene sentido estético, la música para quien no es sordo o la pintura para quien tiene ojos iluminados. El cristianismo es a la vez religión de encarnación, y en ese sentido es visible, perceptible y verificable. Surge de la acción, de la palabra, de las huellas y signos de Dios en Cristo; no es sólo religión de la conciencia o de la palabra sino también de la historia y de la carne. Dios es real para el hombre que es carne y tiempo, porque él se hizo carne y tiempo. Eso es lo que los cristianos confiesan y de eso es signo la Navidad. Los poetas fueron los más lúcidos adivinos de esa necesidad del hombre: ver a Dios con los propios ojos. «Dios visible es mi alimento» (L. Rosales). R. Browning, en su poema Saúl escribía: «Esta es la debilidad en la fortaleza por la que yo grito, mi carne, que yo busco / en la Divinidad. En ella la busco y la encuentro. Saúl, vendrá / una Faz igual a la mía que te recibirá: un Hombre igual que yo/ que tu podrás amar y por el que serás amado para siempre».
La religión es el grito y susurro, nunca agotados en la historia de la humanidad, que rompen la soledad y las cerraduras del mundo. El cristianismo es la confesión de un mundo abierto a la esperanza porque previamente el Creador se nos ha abierto a nosotros, creándonos ojos nuevos para reconocerle Encarnado. Hacer silencio sobre esa historia de gracia y recluirnos en nuestros límites mortales es cercenar la mejor posibilidad humana: ver al Invisible, extendernos hasta el Infinito, vivir de una esperanza última que se revela matriz fecunda de esperanzas, creaciones y credenciales temporales. Los cristianos no pueden sucumbir ni a la provocación ni al silencio.
Al Dios que se nos ha hecho visible en la encarnación, los creyentes le trasparentan visible mediante actos explícitamente confesantes en sus celebraciones e instituciones propias, mediante las expresiones públicas y mediante el testimonio personal. A través de esas tres formas le hacen perceptible, inteligible y creíble. No le podemos callar, ocultar ni trasmutar, porque Dios es mucho más que ética o cultura; y no es reducible a ellas. Cada una de esas visibilizaciones de Dios tiene su lugar, lenguaje y signos apropiados, que no son intercambiables. Discernir y ejercitar los signos propios de esa visibilidad, haciendo justicia a la confesión cristiana a la vez que al ordenamiento jurídico y a la realidad social es un doble imperativo: tanto del cristiano y de la Iglesia para ejercitarlo como del Estado para reconocerlo. Con asombro y ternura estuvo Dios entre los hombres: con asombro y ternura podemos estar los hombres ante Dios. Ese es el último fundamento de la gloria y alegría de los mortales.
Olegario González de Cardenal
Catedrático de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
Nenhum comentário:
Postar um comentário