Pepiño Blanco, ese hombre que hubiese merecido fundar la Academia de Atenas, celebra que el Tribunal Supremo haya avalado una asignatura «que explica cómo se utiliza un preservativo». La frase admite dos interpretaciones: una de índole jocosa; la otra, estremecedora. Jocosamente, podemos pensar que Pepiño Blanco cree necesario que se explique en las escuelas cómo se utiliza un preservativo, como se explica cómo se utiliza el diccionario o antaño se explicaba cómo se utilizaba el ábaco, porque en tal explicación considere que se produce una transmisión de conocimiento. Pero, puesto que utilizar un condón es más bien sencillito, hemos de concluir que, o bien Pepiño juzga que los alumnos españoles tienen una inteligencia de mosquito, o bien proyecta su inteligencia de mosquito sobre los alumnos españoles y resuelve que conviene que se les explique algo que a él le ha costado esfuerzos ímprobos comprender. A fin de cuentas, no es descabellado pensar que un hombre incapaz de pronunciar correctamente las palabras considere que aprender a calzarse un condón sea una tarea que exija un desgaste neuronal parangonable al que exigen los logaritmos neperianos o las voces perifrásticas latinas.
Hasta aquí la interpretación jocosa. Pepiño Blanco, que no pasó de primero de Derecho (lo cual, a efectos académicos, es como dejarse arrollado el condón en la puntita), es hombre cuyas facultades intelectivas tal vez flojeen; y, como suele ocurrir con todos los hombres de su condición, halla un inescrutable placer en corromper las facultades intelectivas del prójimo. Como el bien del conocimiento es inalcanzable para él, ansía rencorosamente que los demás tampoco accedan a ese bien; ansía que los demás sean como él, y por ello aplaude una asignatura «que explica cómo se utiliza un preservativo». Nada consuela tanto al hombre noble como comprobar que está rodeado de nobleza; y nada consuela tanto al hombre «corruto» como respirar una atmósfera de «corrución». Pepiño Blanco, aunque no pasase de primero de Derecho, sabe que, para formar los caracteres, hay que crear primero un clima moral; y también para deformarlos. Sabe que la deformación nata es mucho más escasa de lo que algunos quisieran, puesto que los frenos sociales suelen cohibirla; de modo que lo que hay que hacer es remover esos frenos. O sea, hay que educar a los niños como si fuesen monos, para que en ellos toda vivencia emotiva desemboque en «conducta sexual».
Esta es la interpretación estremecedora de sus palabras. La asignatura llamada socarronamente Educación para la Ciudadanía explica, según nos ha revelado sin ambages Pepiño Blanco, «cómo se utiliza un preservativo»; y contra eso, según acaba de dictaminar el Tribunal Supremo, no cabe objeción de conciencia. Lo cual es tanto como decir que no cabe oponer objeción alguna a una educación que dimite de su función originaria -la transmisión de conocimiento- para convertirse en un corruptorio oficial. O que, en nuestra sociedad, la objeción de conciencia es una contradictio in terminis; pues de lo que se trata, precisamente, es de formar personas sin conciencia, esto es, de deformarlas. Cuando hablamos de «deformación» ni siquiera entramos a calificar moralmente una asignatura «que enseña cómo se utiliza un preservativo»; hablamos de «deformación» porque enseñar cómo se utiliza un preservativo no es transmisión de conocimiento, sino imposición de una moral determinada.
Aquí podría oponerse que siempre habrá escuelas que, adaptando la asignatura llamada socarronamente Educación para la Ciudadanía a su particular ideario, eviten explicar a sus alumnos cómo se utiliza un preservativo. Pero nadie en su sano juicio admitiría que una escuela pudiese «adaptar» a su ideario el contenido de la asignatura de Matemáticas para evitar explicar a sus alumnos la regla de tres. Donde se demuestra que la llamada socarronamente Educación para la Ciudadanía no es una asignatura que transmita conocimiento; y cuando la educación no transmite conocimiento, sino que aspira a crear determinado clima moral, no es educación verdadera, sino deformación e ingeniería social, por muchas bendiciones judiciales que obtenga.
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
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