La Embajada de Israel en Madrid se halla en la última planta de un edificio sito en una calle céntrica. En el curso de las diversas manifestaciones anti-israelíes que han contado lo mismo con titiriteros subvencionados que con inmigrantes ilegales o antiguos rapsodas del franquismo, el edificio en cuestión fue objeto de pedradas sin cuento, hecho relevante porque en la zona no abundan esos cuerpos de la Naturaleza y todo lleva a pensar que los proyectiles se los trajeron de casa los manifestantes. Como alcanzar la última planta del edificio no resultaba fácil y los apologetas de Hamas no están para sutilezas, las piedras se estrellaron contra pisos inferiores causando daños diversos. Se habría esperado que los propietarios de la finca hubieran puesto el grito en el cielo en contra de los manifestantes o del Ministerio del Interior. Sin embargo, la comunidad de propietarios decidió por la mayoría que exige la ley colgar un cartel de la fachada informando a posibles agresores de que la Embajada de Israel se encontraba en el ático y que el resto de pisos no tenían nada que ver con ella. Como argumentaba uno de los empleados de una empresa del inmueble, los estropicios causados por el vandalismo debía pagarlos la embajada de Israel.
Seguramente, lo ignoraba el citado trabajador, fue que ese fue el mismo argumento que usó Goebbels en 1938 tras la «noche de los cristales» para obligar a los judíos a abonar una indemnización tras sufrir un pogrom que horrorizó a cualquier persona decente. Me cuentan que el cartel de la comunidad desapareció tras unas horas de estar expuesto. Sin embargo, cuesta enormemente no ver su simple aparición como un síntoma de un mal profundo, el de una población que, en no escasa medida, ante la violencia brutal no muestra su horror contra los bárbaros sino contra los que son objeto de su agresión.
Semejante comportamiento no nace de la noche a la mañana. A decir verdad, lleva incubándose décadas. Comenzó cuando en Cataluña se inició la persecución contra los que defendían el español en la educación y Terra Lliure disparó en la pierna a Federico Jiménez Losantos. En aquel entonces, la mayoría miró hacia otro lado y se preparó para ocupar las sillas que los doscientos mil escapados de Cataluña dejaron libres. Luego vino el éxodo vasco en el que el nacionalismo ha expulsado a una décima parte de la población -mucho más que Franco- pero, una vez más, la mayoría prefirió dirigir la vista al tendido y no enterarse. No debería sorprendernos que ahora, cuando las víctimas son, por enésima vez en nuestra Historia, los judíos, los más cercanos se apresuren a distanciarse de ellos.
Llegado el caso hasta podrían exigir a los trabajadores de la Embajada de Israel que llevaran algún signo identificador -una estrella de David, por ejemplo- que evitara que los salvajes los confundieran con un probo trabajador del edificio. Incluso nuestro progresista Gobierno podría plantearse la expulsión de los judíos como muestra de solidaridad con Hamas. Visto lo vivido en ciertas regiones españolas en las últimas décadas, las voces que se alzarían en contra, seguramente, no serían muchas. Y además los que propugnaran semejante medida de hermanización con el oprimido pueblo palestino esta vez no gritarían «Juden raus!!!». Sería imposible. Ya maltratan demasiado el español como para poder expresarse en alemán.
Seguramente, lo ignoraba el citado trabajador, fue que ese fue el mismo argumento que usó Goebbels en 1938 tras la «noche de los cristales» para obligar a los judíos a abonar una indemnización tras sufrir un pogrom que horrorizó a cualquier persona decente. Me cuentan que el cartel de la comunidad desapareció tras unas horas de estar expuesto. Sin embargo, cuesta enormemente no ver su simple aparición como un síntoma de un mal profundo, el de una población que, en no escasa medida, ante la violencia brutal no muestra su horror contra los bárbaros sino contra los que son objeto de su agresión.
Semejante comportamiento no nace de la noche a la mañana. A decir verdad, lleva incubándose décadas. Comenzó cuando en Cataluña se inició la persecución contra los que defendían el español en la educación y Terra Lliure disparó en la pierna a Federico Jiménez Losantos. En aquel entonces, la mayoría miró hacia otro lado y se preparó para ocupar las sillas que los doscientos mil escapados de Cataluña dejaron libres. Luego vino el éxodo vasco en el que el nacionalismo ha expulsado a una décima parte de la población -mucho más que Franco- pero, una vez más, la mayoría prefirió dirigir la vista al tendido y no enterarse. No debería sorprendernos que ahora, cuando las víctimas son, por enésima vez en nuestra Historia, los judíos, los más cercanos se apresuren a distanciarse de ellos.
Llegado el caso hasta podrían exigir a los trabajadores de la Embajada de Israel que llevaran algún signo identificador -una estrella de David, por ejemplo- que evitara que los salvajes los confundieran con un probo trabajador del edificio. Incluso nuestro progresista Gobierno podría plantearse la expulsión de los judíos como muestra de solidaridad con Hamas. Visto lo vivido en ciertas regiones españolas en las últimas décadas, las voces que se alzarían en contra, seguramente, no serían muchas. Y además los que propugnaran semejante medida de hermanización con el oprimido pueblo palestino esta vez no gritarían «Juden raus!!!». Sería imposible. Ya maltratan demasiado el español como para poder expresarse en alemán.
César Vidal
www.larazon.es
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