Cuando el republicano Abraham Lincoln redimió a los antepasados de Obama, el partido del actual presidente electo defendía a los esclavistas de los Estados del Sur, atrincherados con tanta ferocidad que fue necesaria una guerra civil para derrotarlos. Las cosas han cambiado tanto en siglo y medio que hoy son los blancos sureños los que votan contra la pujanza de la negritud, tan imparable que ha elevado a la Casa Blanca a un hombre de piel oscura que rizará el rizo histórico citando en su discurso inaugural las célebres palabras de Gettysburg con que su ilustre predecesor redefinió la democracia. Por mucho hartazgo que empiece a producir la canonización anticipada de Obama como santo laico del progresismo, su ascenso al poder es ya uno de esos saltos cualitativos que precipitan el vértigo de la Historia.
Obama será o no un buen presidente -desde luego no es difícil que mejore a un Bush hundido en pozos de impopularidad quizá más hondos de los que realmente le correspondan-, pero antes de empezar su mandato ya ha demostrado una cualidad más que esperanzadora: el liderazgo. Su capacidad para despertar expectativas y reunir voluntades constituye un capital intangible que está al alcance de muy pocos políticos de este tiempo, y él se ha ganado el crédito con una fuerza de seducción portentosa y una actitud de impecable elegancia moral que incluye la mano tendida a sus adversarios dentro y fuera de su propio partido. Huyendo con delicadeza del sectarismo, ha propuesto un pacto de unidad y reconstrucción nacional y un marco más flexible de relaciones mundiales, y de momento lo ha respaldado con sus primeras decisiones al integrar en su equipo incluso a miembros de la Administración saliente. Hombre de fabulosa oratoria y discurso persuasivo, trae una música que suena muy bien a expensas de que mañana comience él mismo a cantarla.
Probablemente, como dirían los ateos del autobús, tenga que comerse algunas de sus promesas y dejar que el pragmatismo de la realidad moldee muchos de sus proyectos, pero si es capaz de mantener incólume siquiera la mitad de su liderazgo vamos a estar ante un tipo de veras importante. Tiene carisma, determinación, principios y un poderoso sentido de la comunicación empática, y puede que sea uno de los presidentes con mejor preparación intelectual de los últimos cincuenta años. A partir de ahora vamos a ver para qué le sirve todo eso, si bien hay que convenir en que como equipaje es mejor que el de la mayoría y que al menos no debe estorbarle, aunque sea para saber asumir la posibilidad de un fracaso. Cuando se enfrentaron en las primarias demócratas, Hillary Clinton le dijo con sarcasmo que era muy bueno para hacer campaña en verso, pero que los asuntos de gobierno se escriben en prosa. Hoy empieza su verdadero discurso, el de la verdad de los hechos, y para mayor paradoja ha decidido que parte de esa prosa, la de las relaciones internacionales, lleve la caligrafía de la propia Hillary. Más nos vale a todos que escriban derecho y limpio, aunque sea en esos renglones torcidos y enrevesados que suele llevar la plana de la política.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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