La gente que escuchaba a Jesús se asombraba porque enseñaba con autoridad, no como los letrados de su tiempo. ¿De dónde provenía esta autoridad de Cristo? Sin duda ninguna no era por su poder temporal o por su genio encendido. Nacía del fondo de su corazón, pues todo lo que predicaba lo había hablado con su Padre Dios y tenía firme convencimiento de que todo lo que proponía a los hombres era únicamente para su bien.
Es la autoridad moral que tuvo Cristo y la que siempre han ejercido en la Iglesia los santos. Y es que el Evangelio no se impone, se propone como una oferta de vida que enriquece a todo aquel que con su libertad abre la puerta del corazón y deja que el Señor tome las riendas de su pensar, sentir y actuar. También nosotros somos invitados a ejercer esa autoridad que nace del cariño que tenemos por nuestros familiares y amigos. Cuando les hablamos de Cristo o de la Iglesia no podemos hacerlo desde la superioridad o desde la postura de alguien que está dispuesto a dar lecciones a otros. Nuestro sitio es la humildad del testigo que puede hablar de lo que ha vivido como algo bueno. Es importante que nuestro anuncio apostólico nunca sea antipático o inoportuno, aunque esto tampoco nos tiene que llevar a dejarnos comer por el miedo al que dirán o al enfado de otros. Porque Cristo nos ha dado vida debemos transmitir esa vida, si no lo hiciéramos pecaríamos de egoísmo o de comodidad. Pidamos al Señor esta autoridad moral que tanto necesitamos para ser anunciadores creíbles de la verdad más bella que ha sucedido en la historia de los hombres.
Jesús Higueras
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