Discurso redondo, perfecto en la forma y en el fondo, en las pausas y en la cadencia de la frase, hasta el punto de resultar difícil decir qué fue lo mejor de él. Pero si no tuviéramos más remedio que hacerlo, elegiríamos la «humildad y agradecimiento» de su arranque, el reconocimiento de la enorme crisis que atravesamos, los sacrificios que va a exigir superarla y la confianza de que será superada, como todas las anteriores, gracias al espíritu que anima desde su fundación a este país, que se crece ante los desafíos y se renueva tras cada batalla. Con ello, el discurso inaugural de Barack Obama se inscribe entre los más brillantes de su género, habiendo como hay en él piezas oratorias maestras. No faltó ni sobró nada, realismo ni ilusión; mano tendida a cuantos quieran colaborar en un mundo en paz, ni advertencia a los terroristas de que «serán derrotados»; agradecimiento a los mayores por los sacrificios que han hecho en la guerra y en la paz, ni el aviso a los jóvenes de que «el mundo ha cambiado y tenemos que cambiar con él». Pero fue, sobre todo, una reflexión sobre lo que son los Estados Unidos y lo que deben continuar siendo. Recordando a los norteamericanos que entramos en una nueva era de responsabilidad hacia su país y hacia sí mismos.
Responsabilidad. Algo que no está de moda en nuestros hedonistas días, pero que Obama ha querido poner en el frontispicio de su mandato. Ser ciudadano de un país libre, democrático, desarrollado, exige más, no menos responsabilidad que serlo de uno oprimido y pobre. Es un escalón por encima de aquella divisa de Kennedy, en idéntica situación, «no preguntes a tu país lo que puede hacer por ti, sino tú lo que puedes hacer por tu país». «Y por el mundo», le ha añadido Obama, dando a la frase dimensión universal, como Kant pedía a los auténticos valores.
Dimensión que, con el abrazo que se dieron ambos presidentes, el entrante y el saliente, al finalizar el discurso, ponía el broche a una ceremonia seguida en silencio, con emoción, júbilo, lágrimas, por todo el país. Puede que Obama no sepa los trucos políticos de Washington, pero sabe algo más importante en la vida: que un país dividido es presa fácil de sus rivales, mientras que unido es capaz de vencer todas las dificultades. En este gélido día de enero, Washington rebosaba unidad y entusiasmo, como California y Nueva York, Alabama y Oregón, Nevada y Virginia. Obama no puede hacer milagros, como comprobaremos cuando se enfrente a los déficit astronómicos y al paro, a las guerras de Irak y Afganistán, a las amenazas de Gaza e Irán. Pero al menos ha conseguido por unas horas que en los Estados Unidos no haya republicanos y demócratas, negros y blancos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Sólo norteamericanos. Lo que es una buena forma de afrontar todas esas crisis. Pues el primer deber de todo presidente es unir a su pueblo, ilusionarle en un empeño común, no dividirlo, librar batallas pasadas o ajustar viejas cuentas, que sólo conducen a la peor de las derrotas: aquélla que nos infligimos a nosotros mismos.
José María Carrascal
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