sábado, 31 de janeiro de 2009

Vuelve el antisemitismo más descarnado

Es costumbre poner en duda o calificar de exageración que se califique de antisemitas o judeófobas ciertas opiniones –escritas, dichas y hasta dibujadas con notable frecuencia en la prensa española– bajo la excusa de que criticar las acciones de Israel es perfectamente legítimo. Y naturalmente que lo es. Pero, casi con perfecta unanimidad, las críticas al Estado nacido como refugio de los judíos revisten de al menos una de las características que Bernard Lewis considera exclusivos del antisemitismo: el doble rasero y la acusación de maldad universal de todos los judíos.

Así, es frecuente echar en cara a Jerusalén acciones que se ignoran o incluso se celebran cuando son otros los responsables. Los errores de las fuerzas de la ISAF en Afganistán en su lucha contra los talibanes han provocado muchas víctimas inocentes, pero se entiende que son eso, errores. En cambio, a Israel se le acusa por usar bombas de precisión contra un fundador de Hamás cuando podría utilizar medios mucho más expeditivos y seguros, pero que son descartados precisamente para evitar que mueran más inocentes.

Por otro lado, la maldad universal de los judíos, aunque pueda expresarse de forma casi literal, suele adoptar otra forma: la de su equiparación con los nazis. En España, y en casi todo Occidente, los seguidores de Hitler son la encarnación misma del mal, un destino que no han sufrido otros genocidas con títulos más que suficientes para llevar esa medalla, como Stalin o Mao. Calificar de holocausto o genocidio unos ataques que han costado la vida de poco más de un millar de personas en lo que se suele definir como "la región más superpoblada del mundo" resultaría grotesco si no estuviera claro que es una forma clara de odio a los judíos, equiparándoles en maldad (y como colectivo) a aquel que más hizo por exterminarlos de la faz de la tierra.

Después de la manifestación a favor de Israel celebrada frente a su apedreada embajada en Madrid, un redactor de Libertad Digital observó con asombro cómo el pasajero de un coche que pasaba cerca del lugar donde había transcurrido gritaba con voz cargada de odio: "¡Judíos!". Ni siquiera "israelíes" o "asesinos", no. Judíos. El tratamiento del conflicto de Oriente Medio más sesgado de todo Occidente y el apoyo que muchos políticos prestan a toda expresión de desprecio a Israel han permitido que se pierda el pudor de expresar bien alto ese aborrecimiento que comparten, precisamente, con quien encarna el mal absoluto.

Nada tiene, pues, de extraño que se ataque una sinagoga en Barcelona días después de que se apedreara la embajada israelí y de que aparecieran pintadas en un centro de estudios judaicos, por más lamentable que resulte. Mientras los representantes públicos sigan acudiendo a manifestaciones anti-israelíes con encapuchados armados o llamen a protestar empleando la efigie de una terrorista, tendremos que seguir lamentando que sucedan cada vez más actos de este tipo. No deja de ser irónico que aquellos que se proclaman el estandarte de la modernidad sean precisamente quienes alienten los odios más antiguos.

Editorial de Libertad Digital

www.libertaddigital.com

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