quinta-feira, 29 de janeiro de 2009

Una antropóloga en la Isla de los doctores Castro

Acaba de cumplir 50 largos años el Gobierno de los hermanos Castro en Cuba. Sus apologistas en el extranjero aún lo justifican, afincándose para ellos, en particular, en la defensa de unas supuestas mejorías en el sistema de educación y, sobre todo, en el de la salud pública.
Existe una extensa bibliografía cubanóloga, pero no ha habido suficientes estudios académicos que desglosen en profundidad dichos mitos. Sin embargo, al menos ya tenemos un estudio médico-antropológico ejemplar que pone en cuestión la pregonada calidad y –sobre todo– la presumible paridad de la medicina cubana contemporánea.
 
Katherine Hirschfeld, antropóloga estadounidense, fue a Cuba en 1996 atraída por los proclamados logros socialistas en la salud pública. En su reciente libro Health, Politics and Revolution in Cuba Since 1898 (Transaction Books, 2008), Hirschfeld admite haber sido otro intelectual extranjero más cuyo idealismo ingenuo se desvaneció al experimentar en carne propia la realidad orweliana de la Cuba de hoy.
 
El antropólogo socio-cultural –o etnólogo– típicamente vive por un tiempo como un nativo en una comunidad diferente a la suya (ya sea la jungla exótica o una ciudad moderna), con el objetivo de comprender los aspectos socio-culturales de esa sociedad. Es cierto que, normalmente, las investigaciones etnográficas (descriptivas) se pueden llevar plenamente a cabo sobre el terreno sólo en sociedades lo suficientemente abiertas como para permitir dicho escrutinio, lo que explica el porqué de la escasez de dichos estudios en sociedades totalitarias.
 
La Dra. Hirschfeld, fiel a la metodología antropológica, residió por un tiempo con una familia en Santiago de Cuba, donde devino una verdadera "observadora-participante" cuando contrajo el dengue, la temible fiebre infecciosa de origen africano (poco conocida en Cuba antes de 1959). Pero las autoridades habían declarado esa enfermedad erradicada en la década de los 80, por lo que la epidemia de 1996-97 se convirtió en un "secreto de estado"; la admisión pública de su existencia hubiera afectado la imagen del Gobierno, sobre todo en el exterior. Varios médicos fueron arrestados –y luego enviados al exilio– por oponerse a la irresponsable decisión oficialista (por ej., el Dr. Desi Mendoza, ahora en España).
 
Hugo Chávez y Fidel Castro.
La autora atravesó por una experiencia surrealista kafkiana en un hospital santiaguero que estaba militarizado, antihigiénico, sobrepoblado de pacientes, subequipado y atendido por unos pocos facultativos. Esto último es irónico, ya que Cuba envía personal médico (supuestamente "de exceso") a otros países; por ej., la Venezuela del Tte. Cor. Hugo Chávez, donde muchos de ellos desertan, pasando luego a otras naciones.
 
La joven antropóloga pasó por otros malos ratos al ser dada de alta del hospital, ya que sus investigaciones –entrevistó, sobre todo, a mujeres– fueron vistas como sospechosas por la Seguridad del Estado, la cual la hostigó e interrogó en repetidas ocasiones. Esto nos recuerda lo ocurrido al proyecto del famoso antropólogo Oscar Lewis a finales de los 60 sobre el surgimiento de la cultura de la pobreza bajo el socialismo (ver el libro de su discípulo, D. Butterworth, The People of Buenaventura, 1980). La diferencia estriba en que, al ser expulsado, el Dr. Lewis dejó en la cárcel a su asistente, Álvaro ínsua (quien luego salió al exilio vía Costa Rica), mientras que, casi tres décadas más tarde, al verse considerada persona no grata en Santiago, Hirschfeld pudo marcharse a La Habana.
 
Después de numerosas peripecias allí, y con grandes limitaciones, logró examinar algunos documentos históricos para su estudio.
 
Hirschfeld afirma que el sistema de salud posterior a1959 llegó, al cabo del tiempo, a los rincones más apartados del país, pero acarreando un precio político-represivo. Dicha estructura médica forma parte integral de un complicado aparato de control socio-legal. A diferencia del protocolo universal, el profesional médico en Cuba debe lealtad suprema no a sus pacientes, sino al Gobierno. Todo personal médico es considerado un "soldado revolucionario", entrenado –como parte del curriculum (que Hirschfeld pudo examinar)– para espiar a sus propios pacientes.
 
Contradiciendo a los apologistas del régimen, la profesora Hirschfeld clasifica los servicios de salud cubanos en tres estratos claramente desiguales: el superior, bien abastecido –no falta nada–, es para los privilegiados del Partido Comunista, así como para los extranjeros (ya sean huéspedes especiales del Gobierno o los que pagan con los codiciados dólares). Este es el servicio médico "de primera clase" que tanto celebran ciertos académicos, reporteros y acaudalados atletas extranjeros, quienes se convierten en portavoces del Gobierno al repetir las consignas hiperbólicas oficialistas.
 
El segundo nivel, de inferior calidad, es el que está llamado a servir al resto de la población, "los de a pie", asignados a los puestos médicos en función de donde residan. A diferencia de lo que dice el discurso oficial, los servicios médicos no son un derecho en la práctica, sino un "privilegio" otorgado por la dirigencia política, a la que el pueblo tiene que demostrar lealtad y gratitud eternas. Como escribiera en unos versos de protesta Heberto Padilla, el cubano tiene que ser "obediente [y estar]... siempre aplaudiendo..." (Fuera del juego, 1967). El sistema médico burocrático crea un clientelismo, cuidadosamente diseñado, dependiente del Estado omnipotente (como lo es casi todo lo demás allá). Las policlínicas o consultas locales, usualmente mal provistas, funcionan, además, en coordinación con los infames Comités de Vigilancia, por lo que los disidentes políticos confrontan una gran desventaja. Ese fue el caso, según lo reportara Reinaldo Arenas (v. Antes que anochezca, 1996), del dramaturgo Virgilio Piñera, quien de semivocero intelectual se había convertido en crítico antigubernamental: en 1979 lo dejaron morir a propósito, sin recibir atención médica, por un simple ataque de asma.
 
La tercera categoría la constituye una red informal de servicios de salud a la que recurre el cubano promedio por no confiar en el sistema médico estatal. Típicamente, profesionales de la medicina (dentistas incluidos) ejercen clandestinamente a cambio de efectivo o de pagos en especie (medicamentos o enseres domésticos). Todo esto, donde tiene igualmente cabida una chocante cultura de la corrupción, es parte de lo que los cubanos llaman el socioísmo, en mofa al anacrónico socialismo oficialista. El socioísmo contrasta con el ideal del supuesto hombre nuevo socialista y, aunque Hirschfeld no lo elabora, está correlacionado con los síntomas del concepto de cultura de la pobreza mencionado antes.
 
En fin, a pesar de la omnipresencia gubernamental, las autoridades hacen la vista gorda, ya que la red médica espontánea alivia al Estado de pacientes que no tiene que atender.
 
La existencia de esa red subterránea representa otro ejemplo de lo que en otros países se ha dado por llamar, en las Ciencias Sociales, "la resistencia de cada día", protagonizada precisamente por parte de los más oprimidos, los privados de acceso al poder (aquellos por quienes abogamos, supuestamente, los intelectuales).
 
Hirschfeld también confirma, si es que quedaba alguna duda, que un sinnúmero de servicios depende básicamente de remesas y envíos caritativos del exilio, el cual, absurdamente, es blanco de constantes ataques por parte del régimen y sus fanáticos más obsesionados en el exterior. Paradójicamente, la red médica fantasma –o alterna– existe gracias a la generosidad y sacrificio de los cubanos de la diáspora (esparcidos por todo el mundo), que contribuyen humanitariamente con sus envíos a familiares y amistades atrapados en la Isla.
 
Los expertos estiman que dichas donaciones se han convertido en una tercera o cuarta industria en la economía cubana. Es más, si no fuese por los calumniados y heterogéneos exilados, la malnutrición en Cuba sería aún peor, ya que se estima que la ración alimenticia asignada mensualmente por el Gobierno sólo alcanza para una semana. En 1995 se admitió incluso la existencia de una epidemia de neuropatía óptica (la cual puede causar ceguera); pero el entonces popular ministro de Salubridad, el Dr. Julio Tejas, cayó en desgracia cuando reconoció públicamente que la malnutrición rampante era la causa principal de la epidemia.
 
El lector conocedor de la problemática cubana encontraría poco nuevo aquí; pero se ha dicho que las Ciencias Sociales se reducen a menudo a documentar –o "problematizar", en el lenguaje postmodernista de moda– lo obvio. Lo cierto es que Hirschfeld documenta aspectos de la vida cotidiana cubana vistos desde dentro y desde abajo, a diferencia de ciertos apologistas, que pretenden negar la horrible realidad interna pontificando cómodamente desde el exterior,
a veces sobre la base de breves visitas a Cuba de tipo semiturísticas (y quizás controladas).
 
Hirschfeld, no obstante, no le da suficiente crédito histórico a la Cuba republicana (1902-59), cuyos índices socio-económicos y de salubridad llegaron a sobrepasar los de la ex metrópolis española y otros países (europeos y latinoamericanos) en poco más de medio siglo (v., por ej., la relativa baja mortalidad infantil y la alta longevidad). Tal como ha expuesto Carlos Alberto Montaner repetidamente, todo esto se logró a pesar de las fallas del sistema político y de una corrupción incontrolable (desafortunadamente típicas en Latinoamérica), las cuales llegaron a su cima en Cuba durante la sangrienta dictadura del ex militar F. Batista (1952-59).
 
Fulgencio Batista.
Por cierto, Hirschfeld anota que Batista comenzó su carrera política como un reformista social en la década de los 30, y da cuenta de sus iniciativas en lo relacionado con los servicios de salud para la población rural durante su primer mandato (1940-44; el único para el cual fue electo constitucionalmente). Pero no ahonda en otros dos hechos peculiares que sus apologistas prefieren, irónica y convenientemente, pasar por alto: a) sus estrechas conexiones con el Partido Socialista Popular (prosoviético, y b) la manera en que explotaba a su favor, entre las minorías no blancas, su condición mestiza, sus orígenes humildes de pobre hijo de veterano de la Guerra de Independencia (en contraste con los Castro, hijos de un inmigrante español convertido en rico latifundista y privilegiadamente educados en los colegios religiosos más elitistas).
 
Debemos acotar que quizá uno de los legados más positivos del colonialismo español en Cuba fue la red de centros regionales españoles (confiscados por el Estado después de 1959). Por una modesta cuota, dichas centros –que tenían clínicas mutualistas– ofrecían servicios médicos de primera calidad a sus miembros (por ej., la Convadonga, Hijas de Galicia, etc.). Por ley, esas quintas también proveían servicios médicos de emergencia gratuitos a todo paciente que allí llegara.
 
Regresando a Hirschfeld, lo más admirable es su integridad intelectual. El Gobierno revolucionario (¡todavía a estas alturas!) es considerado una especie de vaca sagrada en ciertos medios intelectuales y periodísticos extranjeros. Sin embargo, Hirschfeld no escatima calificativos a la dinástica dictadura, a la que tacha de opresiva y represiva, tiranía que se esconde detrás de una anticuada retórica nacionalista falaz, y de la cual los cubanos en la Isla se mofan a escondidas, tal como reporta la propia Hirschfeld. Sus estudios pasan, pues, de la antropololgía médica a la político-legal. La loable audacia de la candidez de Hirschfeld reta a aquellos intelectuales en el extranjero que otorgan al callar la verdad, o al no reportarla completamente; aquellos que menosprecian la franqueza que se espera de los estudiosos comprometidos con el principio de la objetividad cándida, esencial en las Ciencias Sociales.
 
Hirschfeld expresa desconcierto al confrontar el cuerpo bibliográfico que todavía pinta al experimento cubano en términos utópicos, mientras que lo que ella encontró fue todo lo contrario. Pero, desde la perspectiva de la antropología política, debemos entender que el tema de Cuba genera emociones peculiares entre algunos extranjeros. Ellos parecen interpretar la experiencia del pueblo cubano según el color del cristal con que se mira; o sea, ven el caso cubano –desde el exterior– según su propio prisma de valores (a lo cual, por supuesto, tienen todo su derecho intelectual en las sociedades libres).
 
El meollo del asunto nos devuelve a la rivalidad eterna entre las Humanidades y las Ciencias Sociales. Mientras que los literatos se pueden dar el lujo de crear en sus escritos de ficción un mundo de fantasías moldeado por su imaginación (ahí están las obras de Hemingway, Sontag y García-Márquez, por poner sólo tres ejemplos), del científico social se espera que se ciña al protocolo consensual de responsabilidad profesional, separándose (lo más humana y espistemológicamente posible) de sus preferencias personales irracionales (emocionales). El estudio de Hirschfeld es precisamente paradigmático desde el punto de vista científico: ella fue a Cuba con ciertas premisas, una serie de hipótesis de antemano favorables al régimen, pero al someterlas a la fría prueba empírica durante su trabajo de campo, esas ideas preconcebidas resultaron ser falsadas o falsificadas (como se dice a menudo en la Filosofía de las Ciencias).
 
Hace un cuarto de siglo, en vísperas del 25º aniversario de la llegada de los hermanos Castro al poder, uno de los coautores de este artículo, R. Alum, escribió en el Wall Street Journal (30-XII-1983) que el logro real del régimen, decepcionantemente, no estriba en haber mejorado la calidad de vida del pueblo cubano. El acometimiento más evidente del longevo régimen –con características monárquicas– ha sido su efectividad a la hora de manufacturar una imagen falsa, manipulando estadísticas, exagerando sus logros relativos y tergiversando la historia a su favor. Esta propaganda parece todavía influir, 25 años más tarde, sobre ciertos intelectuales (muchos de ellos incautos) en el exterior, que tienden a identificarse no con las pobres víctimas –como es de rigor en el mundo intelectual–, sino, insólitamente, con la autoperpetuada gerontocracia (predominantemente militar) que ejerce una hegemonía despótica en la Isla.
 
Al enfocar el fallido sistema de salud cubano y sus implicaciones político-legales, Hirschfeld desafía, valiente y excepcionalmente, la persistente propaganda presentando datos cualitativos y cuantitativos de la realidad vivencial cubana que desmienten a los apologistas más histriónicos en el extranjero.
 
Lo que debe hacer todo científico social con mentalidad inquisitiva es indagar acerca de las incongruencias de cualquier sociedad (tal como postularan el filósofo liberal J. S. Mill y el antropólogo B. Malinowski). Cuando Fidel Castro enfermó en 2006, las autoridades recurrieron a un cirujano en España, cuyo sistema médico –de acuerdo con el discurso oficialista y de sus seguideros en el extranjero– es supuestamente inferior al cubano. Así como lo leímos en la prensa madrileña, la interrogante más lógica que surge (y no hay que ser un académico) es si la cúpula gobernante de veras confía, política o profesionalmente, en sus propios médicos.
 
Los reportes de la joven antropóloga Hirschfeld no sólo siguen la pauta científica, sino que demuestran algo más: que las técnicas investigativas eclécticas de la antropología, cuando son aplicadas objetiva y científicamente, sirven como instrumentos magníficos para (en la terminología de Foucault) deconstruir las falsedades de aquellas sociedades que el filósofo Karl Popper llamó "cerradas". El opuesto es el modelo de la sociedad abierta, donde, por ejemplo, las investigaciones socio-culturales independientes no son obstaculizadas, donde los intelectuales –incluyendo a los antropólogos y demás científicos sociales– no son perseguidos.
 
Sólo el tiempo dirá si Cuba evolucionará, más tarde o más temprano, hacia una sociedad abierta en la que, además (entre ciertas otras condiciones mínimas), Hipócrates sea respetado y el personal médico deba confidencialidad suprema al paciente.
 
 
CATHERINE HIRSCHFELD: HEALTH, POLITICS AND REVOLUTION IN CUBA SINCE 1898. Transaction Publishers (Nueva Jersey), 274 páginas.
 
ALEXANDER ALUM, experto en Relaciones Internacionales, y ROLANDO ALUM, etnólogo, dedican este texto a SARA LINERA DE ALUM, nacida en España, formada en Cuba (donde ejerció el magisterio) y fallecida en EEUU.

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