Mientras en España tanto se ha debatido sobre la judicialización de la memoria histórica y el presunto proceso al franquismo en relación con la cuestión de la apertura de las fosas de las víctimas de la represión durante la Guerra Civil, en Francia, a lo largo del año 2008, se ha polemizado en torno a una vertiente del problema de la memoria histórica que aquí ha pasado un tanto desapercibida: la confrontación entre la memoria oficial y la memoria libre de los historiadores. Efectivamente en los últimos tiempos, en toda Europa, parece haberse desatado, tras la vorágine de cambios que desde los años ochenta vive el mundo, una ansiedad por la codificación de la memoria oficial, la que estipula la selección de lo que debe recordarse y establece cómo hacerlo, cuáles tiene que ser las lecciones que emanan del pasado. La busca de la seguridad de un pasado indubitable en medio de las convulsiones de un presente inestable que no garantiza un futuro claro. Como decía Timothy Garton Ash, cada vez más países tienen leyes que estipulan lo que debemos recordar y cómo recordarlo. En Suiza, uno puede ser procesado por decir que los horrores que sufrieron los armenios al final del Imperio Otomano no fueron un genocidio. En Turquía, por decir que lo fueron. La reacción al disciplinamiento de la memoria oficial, que cambia de un país a otro ha sido el manifiesto conocido como el Appel de Blois publicado hace un tiempo en Le Monde y que establecía que «en un país libre no es competencia de ninguna autoridad política definir la verdad histórica ni restringir la libertad del historiador mediante sanciones penales». Entre los primeros firmantes de este manifiesto se encuentran historiadores tan prestigiosos como Le Goff, Hobsbawm, Deyermond, Badinter, Ozouf, Winckler... Pocos españoles y ninguno de los más significados. El movimiento de historiadores que hay detrás del citado Manifiesto se llama «Libertad para la historia» y ha sido promovido por Pierre Nora, el historiador que en Francia institucionalizó el concepto de «lugares de memoria». El estímulo para la agitación de los historiadores ha partido de un país como Francia que ha vivido en los últimos años una sucesión de leyes dirigistas que imponen dictámenes históricos por encima de los propios historiadores. Todo empezó en 1990 con la ley Gayssot que penalizaba el negacionismo del holocausto judío. Cinco años después Bernard Lewis fue condenado por un tribunal francés por alegar que según las fuentes por él estudiadas, lo que sufrieron los armenios no puede calificarse de genocidio. En el 2001, otra ley establecía que la República francesa reconocía la esclavitud como un crimen contra la humanidad y un grupo que representaba a varios ciudadanos franceses de ultramar presentó una querella contra el autor de un estudio sobre el tráfico de esclavos en África, Oliver Pétré- Grenouilleau, acusado de «negar un crimen contra la humanidad». La última injerencia política francesa en la memoria histórica ha sido la singular decisión de imponer la lectura obligatoria en las escuelas de la última carta de Guy Moguet, uno de los miles de niños franceses víctimas de la guerra, haciendo apadrinar su memoria a los alumnos de bachiller en este año. En febrero del 2008 la asociación «Libertad para la historia» objetaba a la decisión de Sarkozy tres cosas: la sustitución por la emotividad de lo que debe ser el primer deber de los historiadores: el aprendizaje crítico, la indefinición del «apadrinamiento de la memoria» y el riesgo no calculado de reacciones encontradas. La polémica ha estallado con el enfrentamiento dialéctico entre Nora y C. Lanzmann, crítico de la posición del Appel de Blois. Nora ha defendido la abolición de todas las «leyes memoriales» por lo que suponen de criminalización retrospectiva de la historia (la única excepción que establece es la ley Gayssot contra el negacionismo) y de banalización grosera en las calificaciones históricas por parte de cualquier autoridad política administrativa o judicial. El historiador francés defiende que la historia no sea reescrita ni por las víctimas ni por sus verdugos y considera que el Estado puede orientar la memoria colectiva, pero nunca por vías legislativas o autoritarias. Las leyes obstaculizan la investigación histórica. La complejidad del trabajo intelectual del historiador es incompatible con la simplicidad de las verdades de Estado. Por otra parte, Nora ha subrayado el peligro de remontarse en las leyes sobre la memoria. ¿Para cuándo una ley sobre La Vendée? ¿O sobre la matanza de San Bartolomé? ¿Para cuándo la ley sobre los Cátaros o las Cruzadas?
Los historiadores defensores de la legislación de la memoria histórica, en cambio, reivindican una memoria institucional, porque en tiempos tan líquidos y relativistas, hace falta un referente ideológico y la libertad de los historiadores conduce al subjetivismo interpretativo y a la verdad imposible. La historia -dicen- es demasiado seria para dejarla en manos de los historiadores y asusta pensar que dictadores impresentables moralmente apelen a ser juzgados por la historia en un futuro de límites siempre imprevisibles.
¿Memoria oficial, canónica, legalmente establecida o memoria libre, susceptible de ser interpretada a su manera, por los historiadores? La alternativa así planteada tiene mucho de falaz. La auténtica opción es la de la buena o mala historia, historia que reúne todos los requisitos de la exigencia científica, que aspira seriamente a la construcción de la verdad y la que carece del utillaje científico necesario y sólo sirve al estímulo de intereses apriorísticos. Desde luego, entre los historiadores no falta el corporativismo gremial y el gremio no garantiza por sí mismo el resultado de la ciencia como tampoco «la venganza del mercado» que suele darse en historiadores fuera del refugio académico, presupone la calidad del producto histórico que se elabora. La memoria oficial, no es, ciertamente nueva. Ha existido siempre el imperativo categórico de una memoria establecida desde el poder, con un aparato de historiadores-intelectuales orgánicos repetidores de las consignas oficiales frente a unos historiadores-libres de dependencias serviles. Las dos grandes novedades radican en que la memoria oficial se institucionaliza hoy convirtiendo a las autoridades políticas en definidoras de la verdad histórica y a los historiadores en sujetos intrínsecamente sospechosos susceptibles de ser sancionados penalmente por interpretar el pasado de modo diferente al dogma de fe. Se trata de un giro de tuerca más en el horizonte de la progresiva pérdida de la libertad individual de los ciudadanos en los tiempos que vivimos. La otra novedad es que la memoria oficial impuesta hoy en Francia tiene que ver poco con la clásica memoria jacobina tradicional. La nueva Francia multicultural parece encerrar en los armarios de lo políticamente incorrecto a los grandes ídolos de la nación francesa. Luis XIV, Napoleón y hasta De Gaulle sonrojan. Se impone el ternurismo de los perdedores de la historia, de las víctimas de los antes héroes o ídolos. Ciertamente, uno de los problemas de Nora es la necesidad que la actual memoria oficial francesa supone de replanteamiento de los «lugares de memoria» del nacionalismo francés.
A escala española, lo que llama la atención, es la insensibilidad ante el problema tan debatido en Francia. ¿Por qué este silencio discreto? ¿Inexistencia del problema en España? ¿Incapacidad para interesarse por la discusión ante la presión de una memoria tan corta que sólo se plantea la alternativa: fosas sí, fosas no? ¿O es que pesa tanto la memoria oficial que ni siquiera puede imaginarse un movimiento de resistencia de los historiadores como el movilizado por Nora? Me temo, en cualquier caso, que si el debate que hoy se da en la historiografía europea, es un signo de los malos tiempos que corren para el crédito de la historia y la libertad ciudadana en general, más inquietante es, todavía, el que, en nuestro país, no exista ni la conciencia del problema.
Ricardo García Cárcel
Catedrático de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Barcelona
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