Estudio del Papa Inocencio X de Velázquez. Óleo sobre lienzo, 153 x 118 cm. 1953. Des Moines, Nathan Emory Coffin Collection of the Des Moines Art Center
Bacon murió en Madrid el 28 de abril de 1992. Un puro accidente, o no. Tuvo que ser en la ciudad donde también murió Velázquez, el pintor que tanto admiró y del que cree que hay una obra -el «Retrato del Papa Inocencio X»- que cambió la historia de la pintura. Al final de su vida solía viajar a España para visitar el Museo del Prado, siempre con las salas vacías. «Viajó a Madrid en la primavera de 1992 en busca del consuelo de su banquero español», cuenta Andrew Sinclair en su biografía canónica, aunque se publicó un año después de su muerte.
Tenía 82 cuando murió, poseía una gran fortuna, vivía con una cierta soledad su éxito y consideración («la vida se ha convertido en un desierto», dijo) porque detestaba a los que daban vuelta a su alrededor adulándole, y consiguió que su pintura mantuviese la misma distancia con la palabra violencia y belleza. Logró un lenguaje en el que su propia vida no se separaba de la historia política, ni de las pasiones más bajas, ni de la imagen congelada de un televisor. Lo dijo el director del Museo de Prado, Miguel Zugaza, al presentar una de las exposiciones más importantes que ha organizado la pinacoteca: «Sus obras abrieron el camino hacia la indagación de los aspectos más escondidos de la naturaleza humana, de la violencia del poder, de los crueles episodios de la historia moderna y de los secretos más escondidos de las historias personales, no menos trágicas y crueles que la historia con mayúscula».
Un hombre del siglo XX
La exposición, compuesta por 78 obras de todas sus épocas y con dieciséis de los mejores trípticos realizados, ha sido organizada por la Tate de Londres, donde ya se ha exhibido, y viajará, después de Madrid, al Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Pero es en Madrid donde la obra de Bacon adquiriere un significado especial, con algún tinte trágico, pero sobre todo porque el pintor vuelve al museo que tantas veces visitó en busca de los grandes maestros, sobre todo de Velázquez y Goya. «Fue un pintor de una gran ambición, que llegó a preguntarse cuál sería su consideración pasados muchos años y que dialogaba con Rembrandt, Velázquez, Goya, Picasso, por lo quo exponerlo en un museo de arte moderno hace honor a su ambición», dijo el conservador de la Tate Chris Stephens.
Hace dos años, Miguel Zugaza encargó a Manuela Mena, conservadora de pintura del siglo XVIII, ponerse al frente de este proyecto, precisamente a una especialista que no conocía en profundidad la obra de Bacon, pero sí a los maestros que el pintor británico admiraba y que además tuvo «el honor de abrirle las puertas de este museo cuando venía a verlo los días que cerraba», recordó ayer emocionada Mena. «Recuerdo el primer día, cuando llegó con un joven muy guapo, entrando por la puerta de Murillo muy ágilmente para un hombre de su edad, vestido muy elegante, pero no de color azul oscuro, sino con los detalles que tenían artistas del siglo XV como Alberti, con los ojos chispeantes pero llenos de calor. Era una persona real que miraba profundamente». Se sumergió en un artista que él mismo tenía un mundo iconográfico inmenso y subterráneo: basta ver su estudio londinense lleno de estampas, dibujos, fotografías, revistas, recortes de prensa, hojas rotas de libros de arte pintadas con un brochazo... para comprender que la realidad para Bacon era tan carnal como ilustrada y que el dolor, al que él no rehuyó en su vida (recibió los golpes de sus amantes y él se los dió a ellos o «ellas», como los llamaba) era el más viejo de los sentimientos, el más poderoso. Manuela Mena, además, buscó en el cine (de hecho, siempre se dijo que él hubiese querido hacer una película), que tantas imágenes heladas le ofrecieron para su pintura: el ruso Esenstein sobre todo, con la niñera de «El acorazado Potemkín» que pierde el carrito en las escaleras de Odesa y que Bacon pintó y ahora podemos ver en Prado. «Existió el pintor de la guerra y de la violencia, pero también está el pintor del paso del tiempo», dice Mena. «Mi madre me hizo prometer que nunca envejecería, y ahora sé a qué se refería», parece ser que dijo en alguna ocasión Bacon. Carne humana La exposición está organizada en diez apartados que representan un orden en el fondo aleatorio. Son sus temas enunciados con una fría palabra.
El filósofo francés Gilles Deleuze, en su libro sobre Bacon (1981), ya habla de la imposibilidad de transmitir la experiencia de la visión: de ahí sus cuerpos mutilados. La exposición se agrupa en los apartados Animal (el hombre como una bestia desconocida), Zona (Velázquez y el retrato español como una zona ambigua entre el poder y la belleza), Aprensión (Bacon implicándose en los debates de la pintura de los años 50), Crucifixión (somos carne comestible, dice Bacon, atraídos por la crueldad de un hombre muriendo en la cruz), Crisis (cambio en su pintura a partir de 1956 , destruye muchas obras, redadas contra los homosexuales y su reclusión en Tánger), Archivo (las miles de fotografías, cuadernos y libros con los que trabaja y que compone la materia de su pintura), Retrato (sus amigos representando un papel porque cualquier persona encarna un gran tema), Memorial (o la muerte y el paso del tiempo: pintaba a sus amigos a partir de fotografías cotidianas), Épico (el final y el de su amante George Dyer, un «hombre normal» que se suicida en los lavabos de un bar) y Tardío (la maestría en la composición y las cualidades estéticas de la sangre y la carne humana).
Manuel Calderón
www.larazon.es
Información general de la exposición
http://www.museodelprado.es/es/pagina-principal/exposiciones/info/en-el-museo/francis-bacon/
http://www.francis-bacon.cx/
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