... Mortal es ya el hecho histórico de que creyentes e increyentes se lancen la palabra «Dios» a la cara cuando tenía que ser pronunciada por los creyentes con veneración y asombro, mientras que los no creyentes deberían respetarla por ser sagrada a sus semejantes...
Este título no está tomado de esos anuncios que ahora ruedan en autobuses por las ciudades. Le pertenece a Ortega y Gasset, quien en un artículo de 1926 bajo ese marbete escribía lo siguiente: «Hay épocas de odium Dei, de gran fuga lejos de lo divino, en que esta enorme montaña de Dios llega casi a desaparecer del horizonte. Pero al cabo vienen sazones en que súbitamente, con la gracia intacta de una costa virgen, emerge a sotavento el acantilado de la divinidad. La hora es de este linaje, y procede gritar desde la cofa: ¡Dios a la vista!».
¿Qué ha ocurrido en la conciencia europea para que tras años de silencio social sobre Dios, ahora aparezca esa extraña proclamación, que expresada como rechazo no se atreve a la negación absoluta y deja su existencia en probabilidad? Esa palabra primordial «Dios» todos la proclamamos en consentimiento o en rechazo. Ella nos precede y nos comprendemos a nosotros mismos como finitos a la luz del Infinito, como mortales a la luz del Inmortal, como creados a la luz del Creador. ¿Qué es más sensato: acogerse como frutos de un amor preveniente o como arrojados por un destino ciego? ¿Es posible que nuestra razón y corazón procedan de algo sin-razón y sin-corazón?
De Dios ni podemos callar ni sabemos hablar. Sólo podemos hablar de Él haciéndonos eco y siendo altavoces de su propia palabra acogida pecho a tierra, como revelación de su amor y en respuesta de nuestro amor. Quien se la apropia o la blande como arma frente al prójimo, está profanando a Dios y ofendiendo a su prójimo. ¿Quién se atrevería a decir que conoce a Dios, que lo puede retener por propia mano, o ponerlo a su servicio? Él es una presencia real pero elusiva, personal pero sustraída. No es posesión de nadie y es soberana sobre todos. Sólo descalzos y de rodillas, los oídos abiertos y los ojos cerrados, en acogimiento de uno mismo y en recogimiento de la dispersión exterior, podemos percibirle. No en el terremoto, ni en el viento, ni en el fuego exterior sino en la brisa tenue está Él. Así se dio a sentir a Elías camino del Horeb y a Moisés desde el Sinaí en la hendidura de la peña, viéndole por la espalda mientras se alejaba. Pero ese silbo amoroso, que ha rozado nuestras pupilas interiores ya nunca podremos olvidarlo, aun cuando azoten los vientos del Norte.
De Dios sólo se puede hablar con amor y temblor desde dentro de la verdad de la existencia, desde el estremecimiento de quien se sabe lejos de la propia dignidad humana y más lejos todavía lejos de la santidad divina. Sólo se puede hablar de Él con una razón que nace de la vida y del servicio incondicional al prójimo. A ese Dios podemos reconocerle en las huellas que han dejado en nuestro mundo sus testigos cualificados: profetas, místicos, poetas altavoces suyos en la cotidianidad, servidores de pobres y enfermos, santas voces de una eternidad que es inherente a nuestra finitud, de un Misterio, que es ya presencia a nuestra soledad, y al que podemos abrirnos porque previamente Él se ha abierto a nosotros. Aceptación de nuestra individualidad y adentramiento en nuestra soledad son condiciones para conocer a Dios. Sólo quien se conoce a sí mismo puede reconocer a Dios y sólo quien ama a su prójimo puede columbrar a Dios.
No se puede hacer comercio, propaganda o ideología con este santo nombre. Sólo podemos manuducir el prójimo hasta Dios con la verdad de la existencia, la dignidad de la justicia y la fortaleza de la esperanza. Tenemos que darle palabra y razón de Él pero no demostrar y nunca imponer. Estando en la verdad ante Él y desde Él enhiestos y libres para todo a la vez que solidarios de todo y servidores de todos, gozosos y esperanzados, los creyentes serán verdaderos y hablarán bien de Dios. Preocupados por todo lo bello, noble y justo, a la vez que serenamente despreocupados y abiertos a la gloria del mundo y a la belleza de las cosas, que es alimento natural del hombre y suprema flor de la realidad.
El creyente se sabe agraciado con la luz de la fe. Ella no es una conquista suya sino un don de Dios al que ya no puede renunciar porque equivaldría a renunciar a la luz con la que ve un mundo nuevo. Agraciado y humillado por la propia fe, de la que debe gozarse pero nunca vanagloriarse, se asombra cada día de sí mismo, de que al despertar siga existiendo y creyendo. Tanto la vida como la fe son una diaria sorpresa, que el bien nacido agradece a Dios y comunica a los demás. Lo que le causa asombro al creyente no es la increencia del prójimo sino su propia fe, porque sabe que es puro don de Dios. Nada más contradictorio con ella que despreciar o acusar a quien no la tiene: esto revelaría que quien lo hace no sabe lo que es el admirable don de creer; que ha confundido lo que es gracia con lo que es un vulgar producto que se compra, una idea que se fabrica o una mera herencia que se recibe.
Cuando las cosas sagradas de la vida humana son tratadas mal y maltratadas, terminan volviéndose contra el hombre y degradándole. La trivialización maligna conduce al olvido de lo esencial, a la pérdida del respeto a lo sagrado, al encubrimiento de los límites de la vida humana, a la anulación de la diferencia entre el bien y el mal. ¡Mortal es ya el hecho histórico de que creyentes e increyentes se lancen la palabra «Dios» a la cara cuando tenía que ser pronunciada por los creyentes con veneración y asombro, mientras que los no creyentes deberían respetarla por ser sagrada a sus semejantes! Cuando esa realidad que debería aparecer como alma vivificadora para todos, se convierte en arma de acoso, entonces algo esencial se ha pervertido en la convivencia. ¡Y todos los que colaboremos a esa pugna seremos culpables de lesa divinidad y de lesa humanidad!
Kierkegaard decía que al hombre que encuentra a Dios en su vida, le ocurre como al beduino en el desierto que, cavando dentro de su tienda, descubre una fuente. De ella recoge el agua y se la ofrece a su prójimo para saciar la sed: nunca se la arroja contra el rostro. Cada hombre tiene que cavar en la tienda de su propia interioridad para allí encontrar a Dios. El creyente le ofrecerá a su prójimo como agua viva. El no creyente no debe equivocarse: la realidad de Dios es una gracia posible también para él y no depende de cómo sean los propios creyentes. Cada uno somos un absoluto ante Dios y ante Él tenemos que responder con el nombre con el que previamente Él nos llama a cada uno. Dios es el primer bien común de la humanidad. Porque Él es uno creándonos, somos nosotros unos como hombres. Su paternidad creadora es el fundamento de nuestra fraternidad indestructible.
A la luz de lo anterior el lector se preguntará: ¿son los autobuses públicos lugar apto para el uso acusativo o defensivo del santo nombre de Dios? (No pregunto si es legítimo en pura lógica de mercado sino si es fermento de concordia o de discordia en una democracia humana). No parece.
Las empresas públicas, ¿pueden prestarse a tales usos ideológicos, que siempre terminan ofendiendo a unos o a otros? No parece. Esta campaña nació en Inglaterra como reacción contra una presentación que hace a Dios fuente de miedo y amenaza al hombre con la condenación eterna. Y tenía razón en rebelarse contra ella y contra tal uso fatídico e inhumano de Dios, porque Él es la fuente primera de la vida y la raíz última de la felicidad. Dios es gratuito como lo son el amor y la luz, la belleza y las flores.
Las empresas públicas, ¿pueden prestarse a tales usos ideológicos, que siempre terminan ofendiendo a unos o a otros? No parece. Esta campaña nació en Inglaterra como reacción contra una presentación que hace a Dios fuente de miedo y amenaza al hombre con la condenación eterna. Y tenía razón en rebelarse contra ella y contra tal uso fatídico e inhumano de Dios, porque Él es la fuente primera de la vida y la raíz última de la felicidad. Dios es gratuito como lo son el amor y la luz, la belleza y las flores.
No puede ser utilizado como palanca que sirva de acelerador ni de freno para fines materiales de este mundo. Él es de otro orden: la luz que nos alumbra para que existamos en libertad; la lumbre que alumbra para que en gozosa responsabilidad crezcamos. No se puede hablar de Dios en vano, en falso, en profano. El creyente no hablará así nunca de Él.
Olegario González de Cardenal, Catedrático de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
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