El pintor Francis Bacon se emocionó con los maestros del Prado y se enamoró en la capital de España, donde falleció el 28 de abril de 1992. Una gran muestra de su pintura llegará al Prado en febrero. ABC evoca en este reportaje el eco de sus pasos por Madrid.
Fue primero su pasión por el arte y, más tarde, su pasión amorosa, las que le llevaron hasta Madrid, donde murió el 28 de abril de 1992. Este año hubiera cumplido los cien, pero el asma que heredó de su abuelo fue minando su salud hasta acabar, en la clínica Ruber, con la vida de uno de los mejores pintores del siglo XX. El Museo del Prado, que tanto amaba y visitó en numerosas ocasiones, abrirá el próximo 3 de febrero una histórica y emocionante retrospectiva de Francis Bacon, organizada en colaboración con la Tate y el Metropolitan. Si hay un pintor contemporáneo que merezca el honor de exponer en el Prado, ése es, sin duda, Bacon.
ABC evoca a este hombre fascinante, a este genial pintor, a través de las personas que le conocieron. Michael Peppiatt fue amigo del artista durante 30 años y autor de su mejor biografía, «Francis Bacon. Anatomía de un enigma» (Gedisa). «Cuanto más indiscreto seas, mejor será el libro», le aconsejó Bacon. Pero, ¿cómo era en realidad este hombre nacido en Dublín en 1909? Allen Ginsberg lo veía como «un hombre con aspecto de colegial inglés y alma de sátiro»; Paul Bowles, como «un hombre siempre a punto de estallar»; Lucian Freud, su gran amigo durante 20 años, aunque acabaron sin hablarse, lo define como «la persona más salvaje y sabia que conozco».
Y así lo recuerda Pepiatt: «Podía iluminar el día con su ingenio y generosidad, pero también ensombrecerlo con la más profunda de sus tristezas». Era un hombre plagado de contradicciones. ¿Ángel o demonio? Ambas cosas a la vez. «Era capaz de pasar de los brazos de un boxeador a una discusión sobre Velázquez, de cenar con un duque horas antes de que un matón le diera una paliza», afirma Peppiatt. Sadomasoquista y tierno, frágil y salvaje, amante de los lujos (un té en el Ritz y una botella de Krug en el Crillon) y fascinado por las carnicerías, ateo confeso y pintor de Papas y Crucifixiones, Jekyll y Hyde... Todos ellos eran Francis Bacon. «Un hombre con la facultad de ir hasta el fondo de la vida, de llegar al límite de todas las situaciones. El resultado de sus contradicciones fue su genio», dice Peppiatt.
Entre sus grandes amistades en España, Jaime Parladé —uno de los grandes decoradores de este país— y su esposa, Janetta, amiga de juventud de Bacon y Lucian Freud. En su casa malagueña, la Torre de Tramores, pasó Bacon un mes. «Francis era adorable, inteligentísimo, gracioso, irónico, rápido, divertido, encantador, ameno, mordaz, muy amigo de sus amigos, no aguantaba a los pelmazos», comenta Parladé. «Vino a España sobre todo por razones sentimentales —añade—, porque estaba enamorado de un señor que vivía en Madrid». Diecisiete años después de la muerte de Bacon, José se mantiene en el anonimato. Tremendamente educado, dice a ABC que prefiere seguir en silencio. Casi 50 años más joven que Bacon, era un gran admirador del artista, cuenta Peppiatt. Le escribió cartas tras una exposición en Londres. Más tarde se conocieron y se enamoraron. Es ingeniero, pero trabaja en el mundo de las finanzas. Peppiatt lo describe como «muy apuesto, bien educado, socialmente sofisticado y con una buena posición económica. Hablaba varios idiomas y le interesaba la pintura». Juntos viajaron por todo el mundo. «Fue para Bacon un regalo inesperado, una fuente fresca de energía —dice su biógrafo—. Para Francis fue un gran placer descubrir el modo de vida español. El calor seco del sur le venía muy bien para su asma. Incluso estaba aprendiendo español».
Parladé relata los viajes que hicieron él y su esposa con Bacon por Andalucía en 1972: «Le gustaba mucho el comedor del Hotel Alfonso XIII de Sevilla, tenía una bodega muy buena. También fuimos a Arcos de la Frontera, a Sanlúcar, y él nos aconsejaba qué comprar. Le gustaba el diseño de los años 20. Llegamos hasta Utrera, donde se nos averió el coche. Nos pasábamos horas charlando y bebiendo en algún bar. Los bares era lo que más le gustaba. Le encantaba el vino. Yo creo que más que el arte (se ríe)». La última vez que lo vio fue en Madrid. Visitaron juntos la gran antológica de Velázquez en el Prado y estuvieron almorzando y cenando. Fue en 1990, sólo dos años antes de su muerte. «Estuvo mucho tiempo delante de “La Venus del espejo”. Miraba y absorbía todo».
Visitando a Velázquez y Goya
Meses después, el artista se puso en contacto con el Prado para ver si podía visitarlo un día que estuviera cerrado, cuenta Manuela Mena. comisaria de la exposición de Bacon en el Prado. «Sólo quiso ver Velázquez y Goya». Lo recuerda, muy elegante, en la Sala XII del Prado, parado ante obras como «La Fragua de Vulcano» o «Marte», mirándolas fijamente con las manos en la espalda. Andaba muy deprisa por la sala, pero se detenía mucho tiempo ante las obras. No preguntaba nada: «Vino a aprender». En las salas de Goya se detuvo especialmente ante «La familia de Carlos IV». «Yo creo que con Goya hubo más sintonía que influencia. Ambos artistas miraron a la parte más oscura del ser humano». Todavía recuerda Manuela Mena el precioso ramo de flores que Bacon le envió como agradecimiento.
Otro de los amigos de Francis Bacon, el pintor chileno afincado en Tánger Claudio Bravo, compartió con él, además de galería, muchas juergas, pero también largas horas de conversación en Marruecos sobre filosofía («continuamente citaba a Platón y cuando hablaba de filosofía estaba en las nubes»), sobre arte español... «Sabe, maestro —le dije un día—, acaba de morir Miró. Me dijo: “No me importa nada, ese viejo de 90 años seguía pintando como un niño de 9”. Yo me animé más y seguí preguntándole por los pintores españoles. ¿Y Dalí? “¡Ah, me dijo, fantástico! Esas películas que hizo con Buñuel eran geniales. El resto podían quemarlo”. Y le pregunté por Picasso. “Ah no, ése no. Hizo por lo menos veinte cuadros que han cambiado la Historia del Arte». Recuerda que también tenía pasión por El Greco, porque, decía, pintaba sin retoques y eso le fascinaba.
La galerista Elvira González lo conoció en los años 80. Se lo presentó Valerie Beston, encargada de llevar, desde Marlborough, todos los asuntos de Bacon y con quien años después visitaría el estudio del artista. Con el tiempo, Miss Beston se convirtió casi en una madre para él: le llevaba las cuentas, le hacía las compras en Harrods, le recogía las camisas de la tintorería... «No se me ocurre nada más terrible que ser amado por Francis», dijo ella en cierta ocasión. ¡Qué bien lo conocía! En 1977, Elvira había organizado en la galería Theo una exposición de Bacon y Picasso. «Le encantó a Bacon el catálogo y me mandó una fotografía dedicada y una nota de agradecimiento —dice mientras hojea el libro en su galería—. Picasso y él son pintores del ser humano. En las obras de Bacon no hay crítica, hay comprensión y una fuerte carga espiritual». Después coincidió con él en más ocasiones, una de ellas en el espacio Theo, que Bacon visitó en cierta ocasión: «Era un hombre fantástico, muy sencillo, todo un gentleman». Elvira cuenta con tristeza cómo tuvo que vender, en una época de crisis, un cuadro de Bacon que ella había adquirido: «Ya nunca podré volver a tener otro».
«Tengo voracidad de vida», confesaba Bacon a su gran amigo David Sylvester, que publicó sus fantásticas «Entrevistas con Bacon» (DeBolsillo), un libro que reúne las cinco conversaciones que mantuvieron entre 1962 y 1975. Claudio Bravo recuerda a ese voraz Bacon como un hombre «íntegro, un intelectual muy puro, cariñoso, encantador, un gran seductor, un hombre extraño pero muy divertido. Tenía mucha vida. Le gustaban los sitios peligrosos, la gente especial. Se fascinó con una amiga mía que era escritora pornográfica lesbiana. Se escapaba por las noches vestido de cuero al puerto con unos amigos rapados y llegaba al hotel a las 6 de la mañana. Nos lo pasábamos muy bien juntos y pillábamos unas borracheras tremendas. Yo no era tan resistente al alcohol como él». A Bacon era fácil verle rodeado de delincuentes, borrachos, sádicos, chaperos... «Son menos aburridos». Derrochaba a manos llenas en casinos y bares, dormía poco. Tras sus bacanales, regresaba al estudio a pintar: «Me gusta trabajar con resaca. Mi mente me martillea con energía y puedo pensar más claramente».
Peppiatt subraya su «magnética presencia, su figura satánica ataviada de cuero negro». «Completamente homosexual», como se definía el propio Bacon, pasó de ser un adolescente afeminado (su tirano padre, capitán y entrenador de caballos de carreras, por el que sentía una atracción sexual, le sorprendió a los 16 años con la ropa interior de su madre puesta y le echó de casa) a un señor maduro muy presumido (llevaba un espejo en el bolsillo), con el pelo teñido y cardado y carmín en los labios. «Era más famosa la pintura de su cara que la de sus cuadros», bromea Peppiatt. Le gustaban especialmente los zapatos y los relojes. «Vestía inmaculadamente, con ropa de gran calidad, era muy presumido. Le gustaba cuidarse físicamente, caminaba kilómetros todos los días», cuenta su biógrafo. No encajaba bien la vejez: «Detesto mi cara vieja y mofletuda, pero es lo único que tengo ya para pintar», decía con ese humor tan característico en él. Cuenta Peppiatt una anécdota divertida que evidencia ese sutil sentido del humor. Un día le preguntó la chica de un guardarropa: «¿Le importa que le guarde la chaqueta?» Él respondió: «Ya sé que es sólo un pedazo de piel vieja, pero a mi edad necesito tener algo a lo que abrazarme».
Si hay algo en lo que todos coinciden es en lo especial de la mirada de Francis Bacon. «Era absolutamente increíble, muy cálida. Te miraba profundamente con esos ojos brillantísimos; a pesar de que tenía ya 80 años, no parecía viejo; tenía una juventud especial, estaba muy vivo», dice Manuela Mena. «Me fascinaba cómo miraba, muy intensamente —comenta Carmen Giménez—. Bacon era un cuadro viviente, su pintura iba siguiendo su cara. Es algo muy especial. Velázquez era su gran obsesión, pero le fascinaba el Picasso de los años 20 y 30. Es uno de los artistas que más me ha impresionado conocer en toda mi vida». «Miraba de otra manera; era la anticonvención», recuerda Maricruz Bilbao. Lo conoció siendo ella directora de la galería Marlborough de Madrid. Fue en Nueva York. La segunda vez que lo vio fue en Londres. Acudió junto a un periodista español que iba a hacerle una entrevista a Bacon. Recuerda que la anuló porque no se sentía bien a causa de su asma y fue a disculparse. «Pero de repente nos vimos hablando de Zurbarán, un pintor que descubrió en el Prado, y que le fascinó. Entonces revivió y estuvimos dos horas con él». Aún recuerda la «sensación de fragilidad» que le produjo: «Se le veía tremendamente infeliz, pero cuando hablaba de pintura se le iluminaba la cara. Era un hombre fascinante. Exquisito y salvaje, como su pintura».
Un gran sibarita
Francis Bacon fue un gran sibarita. «Era muy refinado en sus gustos —comenta Jaime Parladé—. Siempre pedía unos vinos exquisitos y nos llevaba a cenar en París a restaurantes estupendos. Le encantaba el juego, comer bien y cocinaba divinamente». ¿Cuál era su especialidad? «Una salsa francesa, la beurre blanc». Le gustaban las ostras, el pescado (en Madrid lo tomaba en La Trainera; en Londres, en Wheeler's) y el huevo cocido, aunque sólo se comía la clara. Nada de postres ni café. Le encantaba el champán. En Madrid solía alojarse en el Ritz, tan cerca de su amado Museo del Prado. Le gustaba tomar copas con José en el Cock, donde aún le recuerdan. También pasó por Casa Patas. Pero si hay un pub donde Bacon pasó horas y horas ése fue el Colony Room, en el Soho de Londres, su segunda casa. Su dueña, Muriel Belcher, fue una de sus mejores amigas y la retrató en varias ocasiones.
La lista de amantes de Francis Bacon fue interminable. Pero sólo unos cuantos dejaron en él una profunda huella. El primero, Eric Hall, un hombre de negocios, banquero y juez de Paz, casado y con hijos, que se convirtió en su mecenas y amante y se arruinó por su culpa. Estuvo con él 15 años. Después, Peter Lacy, un guapo pianista, con quien mantuvo una relación destructiva y obsesiva: violentas peleas, palizas, celos, cuadros acuchillados... Cuenta Peppiatt que Bacon le confesó: «Nunca antes me había enamorado. Estar enamorado de esa forma tan extrema es como tener una enfermedad espantosa. No se lo deseo ni a mi peor enemigo». «No podía vivir con él, ni sin él —dice Peppiatt—. Lacy le estaba esclavizando física y psíquicamente». El día de la inauguración de su histórica exposición en la Tate recibió un telegrama: Lacy había muerto. Su páncreas no soportó tanto alcohol.
El tercero fue George Dyer: de una familia de rateros, alcohólico, estuvo en la cárcel... Bacon era, para él, su salvavidas. Le chantajeaba y, tras una pelea, llegó a llamar a la policía para denunciar que el pintor tenía hachís en su estudio. Se suicidó el día anterior a la inauguración de la gran exposición de Bacon en el Grand Palais de París. Cruelmente, la historia se repetía. Es como si el destino le negara a Bacon la posibilidad de ser feliz al mismo tiempo en el plano profesional y en el sentimental. Cuenta Peppiatt que el pintor sintió un gran remordimiento por la muerte de Dyer: «Me siento tremendamente culpable —confesó—. Todos los que he amado están muertos. O se mataron con el alcohol o se suicidaron. No sé por qué atraigo a este tipo de gente. No hay nada que hacer».
Y después, José. Vino a Madrid a verle en abril de 1992, desoyendo los consejos de su médico. Hay quien especula con la posibilidad de que viajó para reconciliarse con él tras una ruptura. Maricruz Bilbao ultimaba para octubre de ese año una exposición de Bacon en la Marlborough de Madrid. Recibió una llamada desde la galería en Londres que la dejó de piedra: Bacon había muerto... en Madrid. «No sabíamos que estaba aquí; él tenía muchas ganas de venir a la inauguración de su muestra». Tras padecer una deficiencia renal y respiratoria, sufrió un ataque cardiaco. Había dos monjas con él. Fue la última burla del destino. Años atrás había comentado a Burroughs: «¿Puedes imaginar algo peor que ser cuidados por monjas? Una de ellas es la hermana Mercedes, quien comenta a ABC lo que recuerda de aquellos días: «Estuvo solo todo el tiempo, nadie vino a verle. Llegó mal a la clínica, fue ingresado de urgencias. Hubo que ponerle oxígeno, suero, antibióticos... Recuerdo que no hablaba español, pero era muy correcto y amable».
La maleta de Bacon
Una joven Lourdes Fernández, hoy directora de ARCO y que por entonces hacía sus pinitos en Marlborough, se trasladó hasta el Ruber para recoger sus objetos personales. «Fui a por su maleta. Hablé con la monja que estuvo con él en sus últimos momentos y me impresionó lo que dijo: “Sabía que era alguien especial”. Bacon solía decir que todo es un accidente. Resume muy bien su pintura y su vida. Todo en él era un accidente, un sufrimiento... Era un hombre atormentado». ¿Qué había en aquella vieja maleta de piel marrón? Una cazadora negra de cuero, una camisa de rayas rojas y blancas, un par de libros, unas gafas, pañuelos... «Todo perfecto, impecable», recuerda Maricruz Bilbao. Ese día, dice, estaban en la galería Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo. Fue ésta quien abrió la maleta. Bacon fue incinerado en el cementerio de la Almudena y, como dejó expresado por escrito, no hubo ninguna ceremonia, ni acudió nadie. «Hay que creer en nada, pero creer —decía—. La vida no tiene sentido y, sin enbargo, me excita. Siempre creo que está a punto de ocurrir algo maravilloso. No te puedes preparar para la muerte, porque no es nada». «Tras una vida llena de excesos, se fue en silencio y anónimamente», afirma su biógrafo. Los restos mortales fueron trasladados a Inglaterra.
Escapar del infierno
«Si estoy en el infierno —decía Bacon—, siempre tendré la esperanza de escaparme». Diecisiete años después, Francis Bacon se escapa del infierno para resucitar en Madrid con la gran exposición que le dedica el Prado. No habrá obras de Velázquez junto a las suyas. Él se habría negado. Cuando estuvo en Roma no fue capaz de ir a la Galería Doria Pamphilj para ver el «Retrato del Papa Inocencio X», que tanto le obsesionaba y tantas veces versionó. «Tenía miedo a ver ese cuadro maravilloso y pensar las tonterías que había hecho con él», confesaba Bacon a Sylvester. Tampoco incluyó obras suyas cuando comisarió en la National Gallery la muestra «El ojo del artista» con sus obras preferidas de este museo. «Le hubiera fascinado saber que va a exponer en el Prado», comenta Manuela Mena. Especialista en el siglo XVIII y Goya, ha visto y leído todo sobre Bacon para comisariar esta retrospectiva: «He aprendido mucho con él, he descubierto su propia poesía. A pesar de la violencia de su pintura encuentras en ella una gran ternura y un interés por los seres humanos. Su pintura tiene una técnica exquisita, una grandísima calidad (podría estar colgada al lado de las obras del Prado), energía, intensidad... Descarna al ser humano y lo deja en lo que somos». Era una trituradora: diseccionaba la figura humana hasta dejarla en el hueso, despedazaba a sus modelos hasta obtener la verdad. Sus pinturas eran como un puñetazo en la cara, un ataque al sistema nervioso; trataba con ellas de molestar, de provocar. Quería «pintar como Velázquez, pero con la textura de la piel de un hipopótamo».
Récord en subasta
El año pasado, un tríptico de Bacon de 1976 alcanzó en una subasta en Sotheby's de Nueva York 86,2 millones de dólares, el precio más alto pagado en subasta por un artista contemporáneo. A Bacon nunca le interesó el dinero. Habría sonreído al saberlo. Y hubiera invitado a todos a una ronda en el Colony Room.
Natividad Pulido
www.abc.es
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