Paul Joseph Goebbels, el ministro de propaganda del Tercer Reich, era un tipo malcarado y bajito, de ojos melancólicos; un cojitranco obligado a usar unos zapatos ortopédicos que ríete tú de las alzas del presidente coreano de ultratumba Kim Jong-il.
Eso no le impidió ser un conquistador que cautivaba a las mujeres, incluida su esposa Magda, con la que tuvo seis hijos considerados patrones perfectos del «ideal ario», que al final asesinó. Goebbels era un orador extraordinario, que seducía a las masas con la facilidad con que rendía a las damas ganándolas para la causa de su lecho amoroso. Hitler lo nombró ministro de Propaganda e Ilustración Popular. Su eficacia fue portentosa. Goebbels organizaba manifestaciones, controlaba los medios de comunicación y ordenaba unas increíbles quemas de libros con la naturalidad con que otros preparan barbacoas. Él decidía qué era benigno y qué era inaceptable en el arte.
Apoyado por «sabios» y artistas del momento, que coreaban con fanatismo místico sus proclamas de corte científico-racial, echó a los judíos de la creación cultural y del arte, y los segregó en la universidad, las editoriales y el teatro, campos donde les prohibió la entrada (más tarde, se la abriría a otros campos: los de concentración). Juden? No, gracias. Goebbels seguía varios principios, entre ellos el de «si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que distraigan de las anteriores».
Su habilidad publicitaria sigue siendo fuente de inspiración para muchos. Los pogromos informativos que, últimamente, están abatiendo a la opinión pública occidental sobre el conflicto palestino-israelí, con espantosas imágenes de niños palestinos muertos en la franja de Gaza por el fuego israelí que responde a los misiles de la organización terrorista Hamas, habrían complacido a Goebbels casi tanto como gustan a Ahmadineyad, entre otros.
El odio al judío perdura, fuerte y brioso. Y una mentalidad marxista, que impregna a cierta Europa de izquierdas, anti-USA y antisistema, se ha empapado de él. Quizás muchos han olvidado que Marx era un judío de clase media, descendiente de rabinos. Me pregunto qué pensaría sobre todo esto el viejo barbudo.
Eso no le impidió ser un conquistador que cautivaba a las mujeres, incluida su esposa Magda, con la que tuvo seis hijos considerados patrones perfectos del «ideal ario», que al final asesinó. Goebbels era un orador extraordinario, que seducía a las masas con la facilidad con que rendía a las damas ganándolas para la causa de su lecho amoroso. Hitler lo nombró ministro de Propaganda e Ilustración Popular. Su eficacia fue portentosa. Goebbels organizaba manifestaciones, controlaba los medios de comunicación y ordenaba unas increíbles quemas de libros con la naturalidad con que otros preparan barbacoas. Él decidía qué era benigno y qué era inaceptable en el arte.
Apoyado por «sabios» y artistas del momento, que coreaban con fanatismo místico sus proclamas de corte científico-racial, echó a los judíos de la creación cultural y del arte, y los segregó en la universidad, las editoriales y el teatro, campos donde les prohibió la entrada (más tarde, se la abriría a otros campos: los de concentración). Juden? No, gracias. Goebbels seguía varios principios, entre ellos el de «si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que distraigan de las anteriores».
Su habilidad publicitaria sigue siendo fuente de inspiración para muchos. Los pogromos informativos que, últimamente, están abatiendo a la opinión pública occidental sobre el conflicto palestino-israelí, con espantosas imágenes de niños palestinos muertos en la franja de Gaza por el fuego israelí que responde a los misiles de la organización terrorista Hamas, habrían complacido a Goebbels casi tanto como gustan a Ahmadineyad, entre otros.
El odio al judío perdura, fuerte y brioso. Y una mentalidad marxista, que impregna a cierta Europa de izquierdas, anti-USA y antisistema, se ha empapado de él. Quizás muchos han olvidado que Marx era un judío de clase media, descendiente de rabinos. Me pregunto qué pensaría sobre todo esto el viejo barbudo.
Ángela Vallvey
www.larazon.es
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