quarta-feira, 21 de janeiro de 2009

Liturgia de la palabra

De las muchas cosas buenas que Estados Unidos ha aportado a la política, una de las más llamativas es la eficacia de su liturgia democrática. La más joven de las grandes naciones modernas es la que con mayor énfasis solemniza sus ritos políticos, afianzando a través de un ceremonial comprensible y directo el anclaje entre las instituciones y el pueblo. Frente a la excesiva pompa de la «monarquía republicana» francesa o la tradición grave y majestuosa de la Corona británica, los americanos exhiben en sus momentos históricos un protocolo de relativa sencillez cuyo poder de seducción emana de la propia convicción en su sistema y de una potente intuición para la comunicación de masas.

La clave del ritual del Inauguration Day no estaba ayer en el repleto Mall washingtoniano, ni en la grandiosa perspectiva multitudinaria del Capitolio al Obelisco, ni en ese viento que parecía encargado para ondear las banderas, ni en la emocionante atmósfera que el Memorial de los héroes otorga al paisaje urbano de la explanada. Tampoco en la voz de plata de Aretha Franklin, ni en la trivial musiquilla de John Williams -que para cualquier película escribe partituras mejores-, ni en el intenso contenido religioso de los formularios y los discursos, culminado con la intervención de un pastor capaz de ponerse a rezar en voz alta ¡un padrenuestro! Ni siquiera en la fabulosa capacidad con que la sociedad americana sabe convertir cualquier situación en la base de un espectáculo. La verdadera y sustancial esencia de la toma de posesión presidencial, como la del debate sobre el estado de la Nación y otros acontecimientos angulares de la política estadounidense, reside en el orgullo colectivo por la democracia como razón suprema del país y en la fuerza de la palabra como herramienta de convicción, de liderazgo y de transmisión de las emociones de la política.

Ése es el sentido primordial de lo que ocurrió ayer en la tribuna del Capitolio: el convencimiento general de una nación en las virtudes de su sistema, fuente de autoestima que legitima la ambición positiva de liderar el mundo. Sobre la certidumbre de ese ideal construyó Obama su arenga para momentos difíciles, a sabiendas de que es en las circunstancias amargas cuando un pueblo necesita recibir palabras de esperanza. Pero en América, cuya democracia fue construida por los Padres Fundadores sobre la puritana ética de la verdad, las palabras significan la expresión de un compromiso. Y Obama era tan consciente de ello como de que la nación que ayer le escuchaba absorta le pasará cumplida factura si no se comporta a la medida de su propio desafío.

Toda la rutilante liturgia inaugural del mandato, con su fanfarria y su star system, con su estudiada emotividad y su peliculera grandeza, estaba al servicio de ese rasgo fundamental del hecho democrático: el pacto social expresado a través de la palabra. Con la palabra conquistó su victoria el nuevo presidente, y con ella tendrá que defender su razón. Porque ese pueblo sí cree en las virtudes públicas, y entiende que cuando un gobernante le habla suscribe un contrato moral. Para lo demás, como en Hamlet, siempre queda el silencio.

Ignacio Camacho
www.abc.es

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