El vicepresidente Joseph Biden juró el cargo sobre una Biblia con tamaño de misal medieval que su mujer apenas podía sostener. El presidente Barack Obama lo hizo sobre la Biblia que utilizó Abraham Lincoln en su propia investidura. Rick Warren, miembro de la Iglesia bautista de Saddleback, California, leyó una plegaria. Después del discurso presidencial, fue el reverendo Joseph E. Lowery, de la Iglesia metodista, quien pidió la bendición para el recién investido. Se habían congregado dos millones de personas en el Nacional Mall y en las calles y parques adyacentes al Lincoln Memorial. Por las estadísticas, estamos en condiciones de asegurar que había cristianos, judíos, musulmanes, taoístas, budistas, miembros de la cienciología y sectas variopintas y exóticas, agnósticos, ateos militantes y librepensadores. Nadie se sintió ofendido. A nadie se le ocurrió ayer en Washington que una invocación a Dios pudiera suponer una provocación a nadie. El respeto que el absoluto silencio revelaba durante las oraciones fue idéntico al mostrado al discurso del presidente. Se ha hablado mucho en los últimos meses sobre la envidia que en muchos europeos y en algunos españoles ha generado el trepidante espectáculo político de las primarias y las elecciones norteamericanas. Asombraba por aquí que la terrible dureza -a veces crueldad- que se desplegó para defender las ideas propias y rebatir las ajenas, en ningún caso ha impedido que las relaciones humanas superaran intactas esta contienda. El cálido saludo de Bill Clinton a George Bush en el momento de su despedida o la expresa manifestación de gratitud de Obama a Bush «por sus servicios a la nación» son anécdotas dentro de lo que es la categoría del profundo respeto a las instituciones. Y a lo que el nuevo presidente llamó ayer «un valor superior a nosotros mismos». Pero el respeto a lo ajeno y lo superior se aprende y enseña. Si no, al final no existe el respeto ni hacia uno mismo.
Hermann Tertsch
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