La futura cotización de Barack Obama en su país y en el mundo peligra más por quienes de él lo esperan todo que por parte de quienes no confían o esperan poco. Hacía largo tiempo que no se veía una inversión de capital emotivo tan categórica y nutrida. Bajo los auspicios del bicentenario de Abraham Lincoln, Obama ha querido llegar a Washington en tren, como quien fue no tan sólo el mejor presidente norteamericano: en tiempos modernos el mundo seguramente no vio mejor líder. Obama busca acogerse al aura de Lincoln, pero las circunstancias le plantean disyuntivas equiparables a las de Roosevelt. Obama ha distribuido dosis de confianza que la realidad dificilmente permitirá satisfacer, aunque el poder de la palabra le asista. En sus mejores momentos, el nuevo presidente dispone de una elocuencia privilegiada, cadenciosa y penetrante. Todo hace suponer en su discurso inaugural de hoy dará el «do» de pecho.
El segundo discurso inaugural de Lincoln y el que Roosevelt pronunció en su primera toma de posesión encabezan habitualmente la selección de los historiadores. Lincoln fue compasivo, habló de reconciliación al referirse a la guerra civil como doloroso camino para mantener la unidad de la nación y acabar con la esclavitud. Fue breve y mostró la magnanimidad que le dio tanta grandeza en la Historia. Roosevelt, casi siete décadas más tarde, se dirigía a un país en plena Depresión, anonadado por el paro y con una economía devastada. Consiguió dar un mensaje de confianza e incluso de optimismo para que el sueño norteamericano renaciera entre los escombros de Wall Street. Su «nada tenemos que temer sino el propio miedo» ya es Historia. La radio difundió aquella voluntad de vencer obstáculos. Según sus biógrafos, en los días posteriores al discurso, el nuevo presidente recibió medio millón de cartas.
A partir del primero de los discursos inaugurales, por parte de Washington hace 220 años, precisamente en Nueva York, las antologías de oratoria presidencial incluyen a Kennedy, Reagan y Thomas Jefferson. Las encuestas indican que, al hablar, Kennedy se ganó la estima de buena parte de quienes no le habían votado. Quedaron dos frases para siempre: «Nunca negociemos por miedo, pero nunca tengamos miedo a negociar»; «No preguntéis lo que vuestro país puede hacer por vosotros, sino lo que lo podéis hacer por vuestro país». La televisión retransmitió el lenguaje corporal de aquella Nueva Frontera y su elegancia discursiva. La repercusión fue mundial, casi instantánea. De Ronald Reagan se recuerda: «En esta crisis actual, el gobierno no es la solución, sino el problema». Más o menos gobierno, Estado más interventor o no: ahí se cruza una frontera. Tras el mal sabor y la frustración general con Carter, Reagan arribaba a una sólida popularidad. Transmitió confianza en el país y determinación frente al totalitarismo. Dijo: «Somos una nación que tiene un gobierno, y no al revés». En la inauguración de su primer mandato, Jefferson habló de justicia para todos y especialmente de un «sagrado principio»: la voluntad de la mayoría ha de prevalecer sin violar u oprimir los derechos de la minoría. De querer alguien disolver la Unión norteamericana o cambiar su forma republicana, «dejémosles estar tranquilos como monumentos a la seguridad con que el error de opinión puede ser tolerado cuando la razón tiene libertad para combatirlo». Ese fue Jefferson, filósofo-rey en la joven república, en 1800.
De Obama se espera otra Nueva Frontera como la que expresó Kennedy, el aliento para salir de la recesión como Roosevelt, el optimismo antideclive de Reagan. Además, él pretende ser un reconciliador como Lincoln. Todo junto es mucho, seguramente demasiado, aunque es muy previsible que su discurso de hoy tenga una recepción global altamente positiva. Ayer «The Washington Post» aventuraba que, al jurar su cargo sobre la Biblia de Lincoln, hablará de restaurar el sentido de la responsabilidad en la sociedad y el gobierno, para cada ciudadano. Va hablarse mucho de cultura de la responsabilidad. Quizás eso sea un nuevo ciclo político. La experiencia histórica indica de forma amplia que la palabra puede generar plataformas de confianza, pero sólo la acción acertada puede encarrilar los trenes. Obama sabe que, como dijo Roosevelt en su primer discurso inaugural, «solo un optimista atontado puede negar las oscuras realidades del momento».
Valentí Puig
www.abc.es
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