Aquí no vemos la furia enardecida de un Nietzsche que en el fondo combate contra Dios, ni la autenticidad de un Leopardi que se pregunta por el significado de las estrellas en el cielo, ni la inteligencia de un Gustavo Bueno que afirma que el Dios cristiano ha salvado a la razón a lo largo de la historia. Aquí sólo estamos ante un carpe diem baratito y a favor de corriente.
El reflejo de esta campaña en los medios, las reacciones y comentarios que ha suscitado tanto a favor como en contra, construye además una imagen que me parece perniciosa: la de un combate a golpe de rótulos entre ateos y creyentes, como si se tratase de dos mundos separados por una fosa que luchan dialécticamente por imponerse el uno al otro. Es una imagen que puede ser útil para un talk-show, pero simplemente no corresponde a la realidad. Como creyente no contemplo al ateo como alguien radicalmente (de raíz) distinto de mí y menos aún como un enemigo, sino como uno con quien comparto la aventura de vivir, porque la razón y el corazón de todos los hombres están hechos de lo mismo. Es la experiencia que San Pablo evoca en el Areópago de Atenas, cuando afirma que todo el movimiento de los hombres y de los pueblos se explica en última instancia por la búsqueda dramática del significado de la propia vida, de su origen y su destino. Esa es la búsqueda que da calor y tensión a cada gesto humano: al amor entre el hombre y la mujer, al trabajo para transformar la tierra o al compromiso por el bien común.
Me repugna la idea de que entre el ateo y el creyente exista un muro, porque la sed de unos y otros es la misma. No existe una agenda de temas ateos y otra de temas creyentes: el gran tema, el único tema es la vida y su significado. Y al afrontar la vida uno reconoce, como diría el poeta Eugenio Montale, que todas las imágenes llevan escrito "más allá"; y cuando se mueve con pasión por las cosas descubre como Clemente Rébora que "cualquier cosa que digas o hagas tiene dentro un grito: no es por esto, no es por esto"; y concluye con el ateo Leopardi que "lo que un hombre busca en los placeres es un infinito y nadie renunciará a la esperanza de conseguirlo". Esta es la trama que ineludiblemente compartimos ateos y creyentes y ninguna publicidad estúpida podrá abolir esta raíz común que nos permite reconocernos como hombres, peregrinos en busca de una respuesta al grito que nace del corazón.
Durante la Jornada Mundial de la Juventud de 2005 en Colonia, Benedicto XVI dijo a los obispos alemanes algo que me parece de especial relevancia para que los católicos nos impliquemos de manera adecuada, y no a tontas y a locas, en el debate suscitado por los denominados autobuses ateos: "debemos respetar la búsqueda del hombre, sostenerla, hacerle sentir que la fe no es simplemente un dogmatismo completo en sí mismo, que apaga la búsqueda, la gran sed del hombre, sino que por el contrario proyecta la gran peregrinación hacia el infinito; que nosotros, en cuanto creyentes, al mismo tiempo buscamos y encontramos". Es una descripción preciosa para abatir el muro virtual que algunos pretenden levantar: yo como creyente sigo buscando, porque Dios no es una receta sino una persona que entra en relación conmigo, que no cancela mis preguntas, sino que continuamente las reabre; y el ateo, aunque aún no ha encontrado, no puede cancelar la exigencia del infinito que agita su corazón. Unos y otros debemos ofrecernos recíproco testimonio de nuestra búsqueda y de nuestros encuentros: ese es el verdadero diálogo que está faltando.
De nuevo el Papa nos ayuda a comprender el tipo de respuesta necesaria, cuando en su magna intervención en el Colegio de los Bernardinos de París afirma que "los cristianos de la Iglesia naciente no consideraron su anuncio misionero como una propaganda que debiera servir para que el propio grupo creciera, sino como una necesidad intrínseca derivada de la naturaleza de su fe: el Dios en el que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había mostrado en la historia de Israel y finalmente en su Hijo, dando así la respuesta que tenía en cuenta a todos y que, en su intimidad, todos los hombres esperan". Y es que aunque pueda resultar paradójica la afirmación de Benedicto XVI en la pasada Navidad, "Él ha venido para todos, judíos y paganos, ricos y pobres, cercanos y lejanos, creyentes y no creyentes... todos". Esta debería ser siempre la conciencia que alimentara y diera forma a nuestra misión, también cuando la burda propaganda de estos autobuses nos provoca.
En todo caso, no podemos conformarnos con el viejo esquema acción-reacción, ni con la figura que pretende establecer un foso entre ateos y creyentes. Los cristianos no somos detentadores de una idea, sino humildes conocedores de un hecho que por gracia hemos encontrado y ha cambiado nuestra vida. Como también dijo Benedicto XVI al mundo de la cultura en París, "un Dios sólo pensado e inventado no es un Dios. Si Él no se revela, nosotros no llegamos hasta Él. La novedad del anuncio cristiano es la posibilidad de decir ahora a todos los pueblos: Él se ha revelado... y ahora está abierto el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano no consiste en un pensamiento sino en un hecho: Él se ha mostrado". Desde luego, esto no resuelve el problema como se resuelve una ecuación matemática, sino que es el contenido de un testimonio cargado de razones, que no teme medirse con las esperanzas y las angustias de cualquiera. Eso sí, hay que contar siempre con la humildad de la razón para poder acogerlo. Se necesita la humildad del hombre que pueda responder a la humildad de un Dios que se ha hecho carne por nosotros.
Termino con este diálogo tomado de los Blues de James Baldwin, entre la vieja Mama Henry y el joven descreído Richard:
Richard: Sabes que no creo en Dios, abuela.
Mama Henry: Tú no sabes lo que dices. No es posible que no creas en Dios. No eres tú quien decide.
Richard: ¿Y quién decide si no?
Mama Henry: La vida. La vida que está en ti decide. Ella sabe de dónde viene, y cree en Dios.
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