Creía que mi sentimiento hacia los Estados Unidos era de admiración, pero estaba equivocada. Lo que me provoca ese país es pura y sana envidia. A borbotones. Sobre todo esta semana, cuando no dejo de ver y leer como sus ciudadanos celebran con alborozo la llegada del nuevo presidente, en el que tienen puestas todas sus esperanzas, discuten con mucha calma sus propuestas para intentar salir del pozo de la crisis, presencian como el aún ocupante de la Casa Blanca se marcha sin popularidad pero con mucho estilo y hasta encuentran un héroe al que condecorar, ese comandante Sullenberger que se comportó como el piloto modélico de una película de catástrofe de las que nos ponen por televisión después de comer cuando hizo amerizar su avión en las heladas aguas del Hudson y luego se ocupó de rescatar a sus 155 ocupantes de uno en uno.
Los norteamericanos afrontan sus momentos difíciles con grandes dosis de esperanza y con confianza en su futuro. Nosotros, en cambio, miramos de cerca a nuestra crisis y a continuación nos dedicamos a huir de ella. La mayoría de los españoles desconfía simultáneamente del Gobierno y de la oposición y confiesa tener la seguridad de que las cosas sólo van a ir a peor, señalan las últimas encuestas. Y como nadie quiere vivir al borde de la depresión, cada uno se evade como puede. Nos refugiamos en examinar los certificados de paternidad de Borja Thyssen, discutimos si está capacitada para casarse o no la duquesa de Alba, buscamos nuevo candidato para presidir el Real Madrid y comparamos la capacidad demostrada para hacer el ridículo por la ministra de Fomento cuando habla y la portavoz parlamentaria del PP cuando se fotografía. Y los norteamericanos, aplaudiendo a Obama. ¡Qué envidia!
Curri Valenzuela
www.abc.es
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