Cuando el señor Adorno formuló aquella solemne frase sobre la imposibilidad de cultivar la poesía tras el horror de Auschwitz, estaba ya echando mano del lirismo para aliviar la quemazón del drama. Porque, evidentemente, Adorno se adornaba. Pero lo sustancial, en cualquier caso, es que después de Auschwitz se puede escribir de todo y en todos los formatos. Lo que es no recibo, sin embargo, es escribir igual que siempre; o, mejor dicho, igual que antes. Como si nunca hubiese existido un Auschwitz. A estas alturas de la historia nadie en su sano juicio puede poner en duda que el correlato de la degradación moral es el agusanamiento del lenguaje. El odio, la vileza, el sectarismo, la mezquindad «prêt-à-penser», los remoquetes miserables, transforman en carroña las palabras y mudan las ideas en mortajas. De ahí que ese confuso guirigay con el que intentan aplastarnos, esa cacofonía bronca y tabernaria, apeste a podredumbre por los cuatro costados. No pasa un día sin que los genocidas del idioma acusen a Israel de perpetrar un genocidio en el frente de Gaza. Sin que los sacerdotes del humanitarismo selectivo repartan anatemas e indulgencias plenarias. Sin que se nos invite a comulgar con ruedas de molino en aras de la santurronería laica. O sin que los gestores del «holding» CSL (la lucrativa Compasión Sociedad Limitada, una multinacional en alza) refrenen su afición a los ripios flagrantes -¡ripios después de Auschwitz!- ni que se abstengan de tomarse la Shoah, el ciego vendaval del sufrimiento y la desgracia, a beneficio de inventario electoral o a guisa de siniestra coartada.
Decía el gigantesco Joseph Roth -el santo veedor de la barbarie nazi- que la verdad es un susurro apenas y la mentira un grito interminable. Aquélla se propaga a través de la razón; la falsedad, por contra, se transmite mediante los tantanes de la propaganda. Una madura poco a poco, si es que no se malogra en el viaje. La otra, en cambio, germina por ensalmo, igual que la avena loca o la cizaña, y a ningún terreno le hace ascos. En general, los grandes novelistas poseen un oído excepcional que les distingue del común de los mortales. Y el desdichado Josep Roth -grande entre los muy grandes- sabía captar al vuelo certezas esenciales en medio del ensordecedor barullo de la furia y la farsa. Él fue el primero que alcanzó a vislumbrar, dejando constancia de ello en negro sobre blanco, ese «impulso suicida de la civilización occidental» que es, según Steiner, el auténtico detonador del Holocausto. En el otoño de 1933, ya exiliado en París, Roth disecciona en los «Cahiers juifs» la visceralidad asesina de la bestia parda. «Es un error -afirma- considerar que Hitler es un nuevo capítulo del antisemitismo, aún si la tragedia acaba consumándose. A lo que aspira el Tercer Reich es a arrancar de cuajo la cultura de la que somos un raigón inexcusable. Al exterminar a los judíos se quiere acabar con Cristo y los que antaño fuimos perseguidos por llevarle al Calvario lo seremos ahora por haberle alumbrado».
Luego de tres cuartos de siglo el luminoso diagnóstico de Roth no sólo es que no haya caducado, es que les viene que ni hecho a la medida a los islamonazis actuales. Si Europa se empecina en dejarse arrastrar por la obsesiva cantinela que entonan al unísono las sirenas mediáticas sucumbirá, de nuevo, a la pulsión de suicidarse. Si se niega a asumir que los israelíes desempeñan una misión indispensable en la batalla que habrán de dirimir los partidarios de la libertad y el totalitarismo islamonazi, estará derrotada de antemano. La judeofobia y la cristofobia, en resumidas cuentas, son denominaciones diferentes de un virus intratable que aparece y torna a aparecer enmascarado con distintos antifaces. Por eso es indecente abaratar el contenido de expresiones que han sido moldeadas con el dolor ajeno o con la propia sangre. Se puede -se debe- seguir escribiendo poesía pese al horror de Auschwitz. Lo intolerable es olvidar qué significa Auschwitz.
Tomás Cuesta
www.abc.es
Nenhum comentário:
Postar um comentário