Una de las tareas que corresponden a los historiadores del mundo hispánico en este Bicentenario de la invasión napoleónica de España en 1808 consiste en separar los hechos históricos de las tramas de ficción. Estas suministran a sus lectores alimento emocional y arquetipos de identificación, pues constituyen un género narrativo en el cual prima la trama sobre el argumento. Pero la historia por principio no constituye ficción, pues debe reunir las características propias de la investigación y la narrativa historiográfica. Estas implican una pretensión radical y programática de contar toda la verdad, la evocación de la experiencia del testigo y el uso de fuentes verificables y contrastadas, todo ello a fin de alumbrar la complejidad y el sentido radical de libertad de las conductas humanas.
Esto no quiere decir en absoluto que la historia como relato deba carecer de belleza literaria y emoción, o que la imaginación esté al margen del trabajo del historiador. Por el contrario, es una de sus armas predilectas y de hecho existe una tendencia muy en boga en el ámbito cultural angloamericano, la «historia contrafactual», cuya razón de ser radica en la aplicación del concepto «qué hubiera pasado si», proponiendo un rico análisis a partir de la alteración en el tiempo y el espacio de los elementos existentes. Una de las mayores utilidades de la historia contrafactual consiste en que muestra de manera infalible los «grandes acontecimientos», aquellos que por su extraordinario relieve modificaron el signo posterior de la vida de una nación o comunidad, pues si no hubieran ocurrido su devenir hubiera sido muy diferente. Hasta el siglo pasado, este tipo de eventos extraordinarios fueron los que se consideraron dignos de ser enseñados a las generaciones posteriores. Si la vida cotidiana no tenía interés alguno y la paz, como señaló en 1841 el venezolano y académico de la lengua española Rafael María Baralt, no daba materia para la historia, las guerras y batallas constituían en cambio su razón de ser. Por entonces nada menos que Carlos Marx proclamó que la guerra era la partera de la historia; podríamos parafrasear esta aguda reflexión suya de origen clásico y afirmar que las batallas son entonces las comadronas, eventos climáticos que si se someten al juego contrafactual resplandecen en toda su entereza y significado.
Precisamente hace dos siglos, el martes 19 de Julio de 1808, tuvo lugar la batalla de Bailén, uno de esos acontecimientos que marcaron un antes y un después, no sólo para quienes los vivieron, sino para la historia del mundo, por una razón sencilla y abrumadora. Aquella fue la primera derrota del ejército imperial napoleónico, representante de un nuevo modo de hacer la guerra, nacional, revolucionaria y dotada de tecnología y logística avanzadas, en su propio terreno, el campo abierto. Desde entonces se supo de la vulnerabilidad de la maquinaria bélica supuestamente invencible mandada por el primer dictador moderno. Si la amarga derrota de Trafalgar -en especial para España- fue solventada por el autoproclamado emperador Napoleón con la casi inmediata (y magistral) victoria de Austerlitz, el éxito de las armas españolas en Bailén, por inesperado e inaudito, proclamó en cambio como una verdad universal que era posible resistir aquel torbellino que bajo capa de extender la revolución y sus principios abstractos e impracticables quería imponer otra dominación francesa. Al igual que el Dos de Mayo madrileño estalló como un grito de cólera ante las claudicaciones dinásticas, gubernamentales y de una parte de las elites de la Monarquía española, que habían permitido el despliegue estratégico francés en la península y entregado a su voracidad en las Indias la venerable isla colombina de Santo Domingo o la Luisiana, el tejido que sostuvo la resistencia de los patriotas españoles, pues así se llamaron, constituyó una mezcla de dignidad, coraje e imaginación.
En este punto, las investigaciones recientes de historiadores como Manuel Moreno Alonso, Jesús de Haro Malpesa, Enrique Martínez Ruiz o Francisco Vela, además de las Jornadas organizadas anualmente por el Ayuntamiento de Bailén (responsable también del sitio de Internet www.bailen2008.es), junto a la Diputación Provincial y la Universidad de Jaén, han matizado el relato de la batalla, cuya importancia contemporánea ha sido tan disimulada en las historiografías francesa (nada dispuesta como es lógico a mostrar la ineptitud del mando militar galo y el menosprecio al enemigo en una nación aliada a la que se traiciona y somete a brutal ocupación con mentalidad colonial) y británica, encantada siempre de celebrar sólo la gloria propia en la llamada «guerra peninsular», así como la eficiencia de los guerrilleros y el declive de las instituciones de la Monarquía española, con el Ejército y la Real Armada en primer término.
¿Cuáles son algunos de los matices que introducen las nuevas investigaciones?
En primer término, hay una revalorización del papel jugado por el sevillano y muy ilustrado (quienes dirigieron la lucha contra Napoleón muchas veces lo fueron, con Jovellanos en primer lugar) Francisco de Saavedra, antiguo intendente de Venezuela y presidente de la Junta suprema de Sevilla. Fue él quien impulsó el 29 de mayo de 1808 «el grito general de la nación» y el bando que declaró la guerra a Napoleón, además del organizador del ejército vencedor en Bailén.
Lejos de determinismos, es interesante recordar también que el vencedor general Castaños, un madrileño de origen vasco por padre y madre, comandante de San Roque, mostró que sólo tiene precio quien está en venta, pues a fines de abril Murat lo propuso a Napoleón nada menos que como virrey de México, a fin de que se pasara al invasor (allí sin duda lo habrían depuesto). No podemos tampoco dejar de hacer un repaso sobre las circunstancias que rodearon a un presionado Dupont, jefe del cuerpo expedicionario de Andalucía, a quien Murat anima para que sus tropas «disparen sobre el pueblo» e impongan el terror «con un duro escarmiento en cierto número de revoltosos de las clases bajas»: lo hicieron al pie de la letra, pues aquellos soldados saquearon la indefensa Córdoba hasta los cimientos, mataron y violaron el 7 de junio sin compasión alguna; sus movimientos militares con tanto botín quedaron luego entorpecidos.
Continúan, ya en la senda del combate, con la descoordinación de las divisiones francesas de Barbou, Vedel y Gobert y la ayuda del español «general verano», causa de extraordinaria fatiga y tormento de los combatientes. O con la suerte en la interceptación de despachos que permitió a Castaños tomar decisiones correctas. En Bailén se enfrentaron 23.764 soldados franceses y cuatro divisiones españolas con excelente artillería mandadas por Castaños, a cargo de los generales Reding, Coupigny, Jones y Lapeña, un total de 24.442 soldados de infantería y 2.362 de caballería, a los que se sumó un núcleo de voluntarios que dirigió el conde de Valdecañas.
Entre ellos también hubo muchos españoles americanos, como José de San Martín, futuro libertador del Río de la Plata, entonces ayudante de campo de Coupigny. Después de tres días de feroces combates, el ejército imperial francés dejó 2.500 muertos y 20.000 prisioneros, mientrasque por parte española sólo hubo 248 muertos. El 30 de julio de 1808 José I Bonaparte abandonó Madrid por primera vez y el formidable gramático venezolano Andrés Bello enunció su famoso Soneto: «Rompe el león soberbio la cadena / con que atarle pensó la felonía / y sacude con noble bizarría / sobre el robusto cuello la melena». Bailén, hace ahora dos siglos, principio del fin de la tiranía napoleónica.
Manuel Lucena Giraldo
Investigador científico del CSIC
www.abc.es
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