Tras el fracaso del marxismo, Occidente vive, aparentemente, su momento de mayor libertad. Pero en los últimos años se está abriendo paso una expresión muy peligrosa y sutil de totalitarismo, la tiranía de lo políticamente correcto. Una tiranía que pretende coartar y socavar la libertad individual en cualquiera de sus múltiples expresiones. La libre expresión, elección, asociación o incluso pensamiento, se ven amenazadas cada día más en el mundo libre. El comunismo cayó derrotado a finales del siglo XX, pese a las dolorosas excepciones totalitarias que aún existen en países como Cuba o Corea del Norte. El derribo del Muro de Berlín abrió la puerta de la libertad y la prosperidad a millones de personas, pero no consiguió rematar el sueño totalitario de quienes esperan poder construir una sociedad colectivista en la que no existan más hombres libres que los que rijan el destino de los demás.
Nadie ha descrito la tiranía de lo políticamente correcto mejor que George Orwell en su prólogo a Rebelión en la granja (1945). Para el escritor británico, «en un momento dado se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son asumidas por las personas biempensantes y aceptadas sin discusión alguna. No es que se prohíba concretamente decir esto o aquello, es que «no está bien» decir ciertas cosas (...) Y cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará silenciado con sorprendente eficacia. De ahí que casi nunca se haga caso a una opinión realmente independiente ni en la prensa popular ni en las publicaciones minoritarias e intelectuales».
Pese a constituir un fenómeno esencialmente occidental, lo políticamente correcto trabaja al servicio de intereses antioccidentales tan diversos como el islamismo radical, el relativismo, el multiculturalismo o el populismo revolucionario. Se trata otra vez del viejo reparto de tareas entre quienes agitan el árbol y quienes recogen las nueces, salvando las distancias, eso sí, entre la muerte física que proponen unos y la muerte civil que propugnan sus aliados. De ese modo las predicciones de Orwell se manifiestan hoy tremendamente lúcidas y reales, pero incluso limitadas en su alcance. Quienes ejecutan la tiranía de lo políticamente correcto lo hacen desde una suerte de «Ministerio de la Verdad» que ejerce su presión cotidiana en dos niveles diferentes.
Por un lado, desde algunos poderes públicos se adoptan iniciativas legislativas coercitivas para aquellos que practican la disidencia intelectual. Las condenas sufridas por intelectuales como Oriana Fallaci o el despido de su puesto de trabajo de los directores de los diarios Jyllands-Posten o France Soir por permitir la publicación de viñetas humorísticas son sólo muestras de un fenómeno que se ha extendido rápidamente, condicionando el comportamiento futuro de muchas personas.
Existe un segundo nivel de presión, más sutil y despiadado. Se trata del ejercido por algunos poderes públicos, partidos políticos, medios de comunicación y creadores de opinión, que buscan recluir a los librepensantes mediante la formulación de una línea oficial de pensamiento correcto. Quien se desmarca de dicha línea queda condenado de manera automática y sin que medie juicio a la marginación intelectual y al desprecio social. Ha sido el caso, por ejemplo, de la conversión de Magdi Allam, la indiferencia ante el asesinato de Theo Van Gogh, o la expulsión de Europa de Ayaan Hirsi Ali. Cuando el que se atreve a disentir proviene de las filas de la izquierda, la presión es especialmente intensa frente al desertor. Apartando cada día a quienes se atreven a expresar libremente su opinión contraria a los gustos oficiales, se consigue que el miedo y la autocensura para cumplir con lo políticamente correcto ganen espacio en nuestra sociedad frente a los valores o la libertad individual.
De ese modo, hemos llegado a una sociedad en la que se penaliza o margina el hecho de pensar de manera diferente a la de cualquier ámbito de poder establecido. Sobran ejemplos para poder llenar páginas en materias tan diferentes como el medioambiente, las políticas energéticas, la inmigración, la globalización, el libre mercado, el gasto público, los impuestos, el matrimonio, la adopción infantil, el modelo de familia, las raíces de Occidente, la relación con los Estados Unidos, el catolicismo, el diálogo con terroristas, la dictadura de Fidel Castro, la lucha de Colombia contra el terror de las FARC, la nación española, la promoción cultural, el canon digital, el islamismo radical, los atentados del 11-M, la libertad de horarios comerciales, las políticas de igualdad o el liderazgo y la participación en los partidos políticos. De manera inconsciente, muchos ciudadanos terminan renunciando a su libertad individual por miedo al «qué dirán» para terminar pasando por el embudo totalitario de lo comúnmente establecido desde las filas de la izquierda, con el beneplácito, el asentimiento o el silencio acomplejado de no pocos líderes de cartón piedra de la derecha.
Invito al lector a que, en un folio en blanco, enumere todos los temas mencionados arriba o cualesquiera otros y dibuje a continuación dos columnas, una con las opciones políticamente correctas y otra con las «mal vistas». A continuación le invito a subrayar sus propias opiniones, para terminar preguntándose sobre cuántas de esas opiniones personales puede defender abiertamente en público sin sentirse mirado como un «bicho raro» en la España del siglo XXI.
Sea cual sea el resultado de su test, le animo a seguir los debates de «La tiranía de lo políticamente correcto», primer curso del Campus FAES 2008. Bajo la dirección de Alberto Carnero, ponentes de la talla de José María Aznar, Jean Pierre-Raffarin, Manuel Pizarro, Steven Hayward, José Jiménez Lozano, Ian Buruma, Rama Yade, Marta Lucía Ramírez, Alvaro Vargas-Llosa o Juan Manuel Santos tratarán de diseccionar y proponer soluciones a un fenómeno que ya se ha convertido en la primera tiranía del siglo XXI y en una nueva amenaza para la supervivencia de Occidente.
José Herrera
Director Adjunto de Relaciones Internacionales de FAES
http://www.fundacionfaes.es/
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