La liberación de Ingrid Betancourt ha llenado de alegría a todo el mundo. Su rostro casi vacío de vida en aquellas ignominiosas imágenes de la selva había hecho temer lo peor, lo que extendió el clamor universal por su libertad. Hoy -de nuevo junto a su familia, después de más de seis años de injusto cautiverio- la opinión pública se siente aliviada y reconfortada. Ella ha sido la primera en reconocer, a través de un testimonio conmovedor, su admiración por la tarea del Ejército colombiano, que ha realizado una brillantísima operación de rescate que refleja por si misma la profesionalidad de sus integrantes. El presidente colombiano Álvaro Uribe ha logrado el mayor éxito de todos sus años en el poder. Además de la alegría derivada de la liberación de la ex candidata presidencial, un grupo de militares colombianos y otro de ciudadanos norteamericanos, no es menos importante la certeza de que la narco-guerrilla de las FARC está atravesando unas dificultades que presagian su inminente colapso: descabezada tras la muerte de Tirofijo, penetrada por los servicios de seguridad colombianos, diezmada por las deserciones y con lo que queda de su cúpula temiendo que cualquiera de sus hombres les traicione, ahora que se vislumbra el final del trayecto de los terroristas.
Álvaro Uribe ha sabido mantener la posición correcta en la guerra que le han obligado a mantener los narco-terroristas: intransigencia absoluta en cuanto a los fines políticos que estos pretenden, pero dejando siempre caminos para que puedan optar por salidas personales, como ya se ha visto anteriormente. Las exhortaciones a la paz y a la liberación de los cientos de rehenes que los guerrilleros todavía tienen en su poder son la mejor baza política para un estadista. Uribe no es perfecto, ni puede pretender que esta operación sirva para borrar todas las dudas sobre su pasado, ni las sospechas sobre sus intenciones, pero este es el mejor argumento que puede presentar frente a sus adversarios políticos en Bogotá. Uribe ha demostrado que la firmeza frente al terrorismo es siempre la única respuesta razonable para una democracia. Como les ha dicho a los guerrilleros que aún siguen en la selva al recibir a Ingrid Betancourt liberada, la «seguridad democrática» es «el único camino hacia la paz».
Qué diferencia con las liberaciones apalabradas por Hugo Chávez y la senadora colombiana Piedad Córdoba, que hace las veces de representante civil de los guerrilleros. Estos llegaron a retransmitir en directo la entrega de las prisioneras que las FARC decidieron liberar en diciembre pasado e intentaron por todos los caminos que ese gesto debilitase a Uribe. Después de sus maniobras para tratar de catalogar solemnemente a la guerrilla como «fuerza beligerante», el papel de Chávez se vislumbra ahora en toda su dimensión: ninguna de sus múltiples gesticulaciones en nombre de la paz o de la negociación ha servido para nada. El papel de Piedad Córdoba ante los familiares de los rehenes, a los que ha utilizado miserablemente para sus fines políticos, ha quedado totalmente desenmascarado. Igualmente se ha retratado el Gobierno ecuatoriano de Rafael Correa, «lamentando» que la liberación hubiera sido fruto de la acción del Ejército colombiano, en lugar de lograrla por las negociaciones que ellos decían apadrinar, se supone que con la misma diligencia con la que supervisaban la presencia de los campamentos guerrilleros en su territorio nacional.
La actividad de la guerrilla durará por algún tiempo, pero está claro que no alcanzará ninguno de sus objetivos. La presión de la opinión pública internacional convirtió a Ingrid Betancour -a su pesar- en la prisionera más preciada para sus sucios fines. Es de suponer que ahora que está libre y que es una de las personalidades más conocidas en el mundo, Ingrid podrá convencer a todos los que siguen justificando la existencia de las FARC.
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