quarta-feira, 9 de julho de 2008

El porqué del Manifiesto

La noticia más sobresaliente de los últimos días es la presentación del Manifiesto por la Lengua Común en el Ateneo de Madrid. Una acción avalada por una pléyade de destacados intelectuales de las más variadas ramas del conocimiento. Una pertinente proclama en defensa del derecho de todo español al uso del castellano como lengua común. Un ejemplo de lo que se echa en falta en esta languideciente España constitucional: la participación decidida de una diletante sociedad civil y un compromiso comprometido de sus intelectuales, al que se han ido adhiriendo, paulatina pero imparablemente, personas de toda condición. Por más que, como era tristemente previsible, lo que debía ser una «política de Estado», ha terminado, por razones partidistas, por politizarse. No puede entenderse de otra forma que despierte recelos el derecho de usar el castellano como lengua común y oficial, el derecho de los ciudadanos que lo deseen a ser educados en lengua castellana, el derecho en las Comunidades bilingües a ser atendidos institucionalmente en las dos lenguas oficiales, la posibilidad de rotular los edificios y vías públicas en ambas lenguas y la acción de los representantes políticos a utilizar el castellano en sus funciones institucionales.

Los Manifiestos -cualquiera que sea la denominación- siguen pues bien presentes. Desde los más religiosos, como los Diez Mandamientos de Moisés del Monte Sinaí y las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña, hasta las proclamas revolucionarias del siglo XVIII: la Declaración de Independencia americana en 1776 o la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Sin olvidar el Manifiesto Comunista de 1848 o, entre nosotros, el Manifiesto de Manzanares de Cánovas del Castillo en 1854, el Manifiesto Andalucista de Córdoba de 1919 o el Manifiesto de los Intelectuales Españoles en Defensa de la II República en 1931.

He leído toda clase de argumentos sobre nuestro Manifiesto por la Lengua Común, y su justificación me parece oportuna. Llevamos demasiados años avalando, ya sea por activa concesión o por pasiva dejación, un arrinconamiento del castellano como lengua común en muchos lugares de España. Lo que comenzaba tolerándose en Cataluña y el País Vasco finalizaba por extenderse miméticamente a Galicia e Islas Baleares, y no sé lo que tardará en suceder en la Comunidad Valenciana. Unos territorios donde una excluyente política lingüística, ya sea de facto o de iure, ha cercenado la posibilidad real de su uso. Una lengua que se posterga en las Administraciones Públicas, se relega en la vida profesional, se desdeña en la actividad económica, se elimina de las calles y se posterga en la enseñanza. Ello con el beneplácito o la indiferencia de unos acomplejados poderes públicos nacionales incapaces de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes. Estas dos son las razones que justifican su respaldo. La primera, el derecho de todo español, con independencia del lugar de residencia, a utilizar el castellano, en tanto que lengua común y oficial del Estado. La segunda, la violación flagrante de la Constitución y las leyes. Todo lo demás ni es la cuestión en litigio ni se encuentra en peligro. ¡No nos dejemos confundir!

Nunca me he considerado lo que hoy denominan algunos interesadamente nacionalista español. Me siento español, mientras me siento simultáneamente riojano y andaluz, mis dos raíces familiares. No ejerzo perfil expansionista, ni fagocitador de nada. Tampoco anhelo jacobinamente uniformidades indeseables. Me encuentro cómodo dentro de las singularidades de nuestros territorios. Viajo frecuentemente al País Vasco y, sobre todo, a Cataluña, donde disfruto de excelentes amigos y despliego relaciones institucionales fluidas. Y no he tenido nunca problemas para comunicarme en ningún establecimiento comercial. Dichas sociedades, salvo excepciones, son mayoritariamente bilingües y tolerantes. La exclusión proviene de cierta clase política.

Y, por lo demás, y a pesar de los excesos en la construcción del Estado de las Autonomías, reconozco sus bondades. Basta con pasear por nuestras ciudades para percibir su desarrollo económico, mientras soy un convencido de la riqueza cultural de las lenguas de España. Me encantan, por ejemplo, la prosa de Álvaro Cunqueiro y los poemas de Pere Gimferrer. Aunque no pueda desconocer ciertos excesos: la rácana postergación de los elementos comunes y la exaltación de los nimios diferenciadores, las burdas y graves deslealtades de algunos, la abdicación de las potestades estatales, las injustificadas duplicidades administrativas, la hipertrofia autonómica institucional y sus altos costes económicos. Pero aun así, las cosas no han funcionado mal, por más que siga pendiente la necesidad de cerrar el modelo de Estado -tras la reforma de la Constitución-, pues no hay sistema político que soporte las tensiones de las inagotables reclamaciones centrífugas competenciales. Pero ésta es otra cuestión.

Dicho esto, tampoco está en juego la supervivencia del castellano. Una lengua libre y cosmopolita hablada por casi 450 millones de personas en todo el mundo. Basta con desplazarse a México, ir a Brasil, acercarse a las más prestigiosas universidades americanas, estudiar en centros europeos de excelencia, incluso desplazarse a China y la India, para constatar su fortaleza presente y su mejor futuro. La reciente creación del Centro Internacional del Español en Comillas así lo atestigua. «El español -ha dicho Cees Nooteboom- es un idioma enorme». Aquí lo que está en juego es diferente.

Nos referimos a otra cosa: a la tutela de un derecho que afecta a personas, a una libertad individual de naturaleza constitucional. Así se prescribe en el artículo 3.1 de nuestra Carta Magna de 1978 -siguiendo la progresista estela de la Constitución de la II República-: «El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla». Una regulación que debía satisfacer, como indicó pronto el Tribunal Constitucional, el deber individualizado de conocerlo y la presunción de que todos los españoles lo conocen (STC 82/1986). Una realidad impracticable para muchos padres que no pueden escoger la lengua común en que educar a sus hijos, la creciente imposibilidad práctica de su ejercicio en la vida oficial y su defectuoso conocimiento por los jóvenes. Un derecho afectado por una política lingüística excluyente. Una «acción de falsa normalización» políticamente ruin, económicamente disparatada, socialmente injusta y educativamente suicida.

En tal contexto, el castellano no puede desplegar su función de lengua vehicular común, de expresión normal entre los ciudadanos y sus Administraciones públicas. Al tiempo que exterioriza la incapacidad del Estado para cumplir otro mandato constitucional: el aseguramiento del principio de igualdad de todos los españoles (artículos 14 y 149.1.1 CE), lo que provoca que las familias que lo deseen no puedan escolarizar a sus hijos en nuestra lengua común. Una circunstancia especialmente grave para quienes disfrutan de escasos recursos económicos. ¡Los derechos son de las personas, no de las lenguas ni de los territorios!

La segunda razón para avalar el Manifiesto es lo que supone de denunciade reiterada infracción de la Constitución y las leyes. Los ciudadanos y los poderes públicos están sometidos, como dice el artículo 9.1 de la Constitución, a lo dispuesto en ellas. Especialmente estos últimos, con «un deber positivo de los titulares de los poderes públicos de realizar sus funciones de acuerdo con la Constitución» (STC 101/1983). Montesquieu señalaba la importancia de su respeto: «La libertad es el derecho a hacer todo lo que las leyes permiten, de modo que si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben, ya no habría libertad, pues los demás tendrían igualmente esta facultad». De esto es de lo que hablamos.

Pedro González-Trevijano
Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

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