Se conmemora estos días, con especiales actos tanto en Madrid como en el País Vasco, el secuestro y asesinato, hace ahora once años, del concejal del Partido Popular Miguel Ángel Blanco. Su hermana María del Mar ha dicho ajustadamente que, entonces, no se pudo salvar su vida, pero sí «nuestra dignidad como seres humanos y como sociedad». Aquellos días dramáticos estuvieron inmediatamente precedidos de la liberación de otros dos secuestrados, Ortega Lara y Cosme Delclaux, que sirvieron para hacer visible, con su sinfín de emociones y reflexiones, la brutalidad del trato inhumano al funcionario de prisiones y el chantaje y la extorsión económica de los terroristas. En ese escenario, en el que se mezclaban la indignación y el alivio por las diferentes liberaciones, el secuestro y el tremendo asesinato de Miguel Ángel Blanco fue, sin duda, un aldabonazo en las conciencias y el comienzo de una movilización fundamental.
Quien recuerde aquellas jornadas reconocerá que la expresión «se perdió el miedo» es errónea.
No había sólo miedo, también angustia. Y no sólo durante el secuestro, en el que se temía el desenlace fatal, sino también después, porque se sabía que aquello a lo que la sociedad se enfrentaba, el terrorismo de ETA, era capaz de cualquier cosa para imponer violentamente su dictadura. El miedo no es siempre asunto de cobardes, escribe Ángel González en uno de los poemas de «Nada grave», el libro publicado tras su muerte: «Para vivir muerto de miedo,/ hace falta, en efecto, muchísimo valor». No se trataba, por tanto, de un arrebato ni de una manifestación de inconsciencia ante el reto del terrorismo, sino de un modo cívico de actuar a pesar del miedo y precisamente por el miedo. Quizá por ello la impresión que queda de aquellos acontecimientos no es, al margen de las apariencias, la del arrojo, sino la de la grave toma de conciencia, la del realismo asustado.
Lo apunto, además, porque todas las posiciones contrarias a lo que se dio en llamar «espíritu de Ermua», desde el apaciguamiento a la misma negociación con la banda, apelan paradójicamente a la valentía y a la pérdida del miedo. Ha sido, por ejemplo, la cantinela permanente de todo el arbitrario y fracasado «proceso» tras el llamado «alto el fuego» de 2006, con el que constatamos que el miedo a ETA (a su fanatismo violento en el que no hay nada que llame a la disolución) y el recelo, o el miedo también, a que las «buenas intenciones» dañen el Estado de Derecho es más ético y más eficaz que la «valiente» confianza en un destino feliz. Porque no se trata tanto de confiar en el Estado de Derecho como pócima mágica para resolver todos los problemas, incluido el del miedo al terrorismo, sino de defenderlo a toda costa como eje y ámbito de la convivencia.
La Fundación Miguel Ángel Blanco acaba de entregar su galardón anual a Irene Villa y a su madre, víctimas ambas del terrorismo, por su continuado compromiso con las víctimas. La joven, al recibirlo, se quejó con amargura de haber sido acusada, durante ese «proceso» y por su oposición al mismo, de no querer la paz.
No se trata de ahondar en la denuncia de los errores, sobre todo cuando los hechos han servido para rectificarlos, pero se comprende la queja como una dolida denuncia del peligro, que siempre acecha, de colocar una hipotética y «valiente» paz por encima del miedo a perder la libertad.
Ayer, en Ermua, las banderas ondearon a media asta, pero no se celebró el acto cívico en el que, en memoria de Miguel Ángel Blanco, se encendían cientos de velas. Se puede recordar aquello de Unamuno a la muerte de Darío de Regoyos: «Si no lloran las personas, llorarán las cosas».
Pero son muchos los que le recuerdan y le lloran. Mi viejo pariente, Vladimir Jankélevitch, clamaba contra el olvido en la Francia de los sesenta porque, al margen del perdón individual (que es tan insondable como no exigible), hay crímenes que son imperdonables y verdades aprendidas que resultan imprescriptibles.
Hay un deber de la memoria que afecta también a nuestro propio miedo. A veces la cobardía se disfraza de valentía, pero ese deber atiende no sólo al terror a perder la vida, la hacienda o la tranquilidad, que está presente, sino al que tuvimos cuando, asistiendo a la barbarie de aquel comienzo del verano de 1997, no quisimos ser sólo espectadores y nos dispusimos a luchar contra lo imperdonable por miedo, precisamente por miedo, al totalitarismo.
German Yanke
www.abc.es
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