sábado, 5 de julho de 2008

Dos monasterios gallegos

Monasterio de Monfero, La Coruña - Galicia, España

Hace muchos años quedaba a veces en Galicia con mi hermana Begoña, creo que para pasarle ejemplares de la revista Contracorriente u otra propaganda que ella debía distribuir por Vigo. Con el tiempo descubriría que aquel esfuerzo apenas nos servía a quienes confeccionábamos el material, pues casi nadie se molestaba en leerlo, aun si lo cogían y lo pagaban.

Aprovechábamos estas visitas para darnos un garbeo por la región. Ella se había hecho un nombre como columnista de la Hoja del Lunes de Vigo, muy leídas la hoja y la columna, y desde entonces se ha mantenido fiel a su izquierdismo, me inclino a suponer que por un sentimental apego al pasado. En muchas personas he encontrado esa fidelidad a los tiempos de juventud, embellecidos por la memoria y por encima de cualquier sentido crítico, y el de Begoña podría ser un caso, no voy a afirmarlo con rotundidad. Conviene distinguir, creo, entre la consideración fría de las ideas y el encanto, justificado o no, que a menudo nos llega de aquellos juveniles idealismos, cuando aún no nos habíamos vuelto tan prosaicos.

Uno de esos viajes fue en un invierno, no recuerdo cuál, pero señalado por el hecho insólito de que todo el interior de Galicia estaba cubierto de nieve. El coche patinaba a menudo sobre el pavimento, y mi hermana, que era quien conducía, sugirió renunciar a la excursión, pero la convencí de seguir. Tal vez esté mezclando más de un viaje, pero me parece que en este de que voy a hablar visitamos, entre otros, los monasterios de San Pedro de Rocas, en la provincia de Orense, y el de Monfero, en Coruña, ambos en ruinas y abandonados. A ellos solo acudían entonces algunos devoradores de emociones particulares.

Es curioso que, siendo comunistas, coincidiéramos en esa atracción por los viejos monasterios, manifestaciones de oscurantismo y opresión, según la doctrina. Contradicciones. Ya he contado la anécdota de cómo una vez pasábamos cerca del Museo del Prado, en un coche robado, y uno de los camaradas propuso quemarlo el día feliz de la revolución: "En definitiva, no es más que arte feudal y reaccionario", explicó. No era fácil, desde nuestro ideario, oponerse a tales iniciativas progresistas; y más recientemente he oído a bárbaros y necios hablar de dinamitar el Valle de los Caídos…

Mi atracción por viejas ruinas monásticas dejaba de lado consideraciones doctrinales. Surgía de un nebuloso sentimiento de consuelo frente a la vulgaridad triunfante en aquellos años y que ha seguido triunfando, sin cansarse. De todas formas, probablemente siempre ocurrió algo así, y las quejas de los espíritus que se pretenden exquisitos se repiten en todas las épocas. Yo no me sentía muy exquisito, pero sí lleno de un profundo descontento, agravado por la desconfianza cada vez mayor respecto de las ideas en que había creído. Las ruinosas piedras daban testimonio indeleble de gentes retiradas del pedestre mundo habitual para vivir una vida por así decir más sublime, y acumular arte y ciencia, quién sabe si conocimientos poco comunes que valdría la pena investigar. No pensaba estas cosas muy en serio, pero la atracción persistía, como pasaba entonces a mucha gente en relación con los templarios, hasta que la moda pasó.

El monasterio de San Pedro de Rocas tiene dos notables peculiaridades: ser uno de los de más antigua fundación de Europa, en torno al siglo VI, y estar construido parcialmente dentro de la misma peña. Begoña y yo paseamos un buen rato entre las musgosas rocas y los sepulcros excavados en ellas. Aquellas tumbas habían albergado los restos de personas cuyas existencias solo podemos imaginar con una dosis excesiva de arbitrariedad, pero que sin duda tuvieron su lugar en el mundo. Quizá hombres notables por su inquietud intelectual, o bien limitados al afán de tener asegurado el condumio. De todo habría. La convivencia, aunque muy reglamentada, debía de ser difícil: las pasiones, las envidias, los roces, los odios, persisten a pesar de las convicciones religiosas, aunque estas, acaso, las atenúen, o mitiguen sus efectos. ¿Y el pecado de la acedía, el tedio, el hastío insoportable que atenazaba a muchos monjes, una angustia vital a menudo inmune a las prédicas? En plan más o menos freudiano, cabría atribuirla a la abstinencia sexual –en la medida en que se diera–, pero, con uno u otro nombre, aparece en todas las épocas y sociedades. Quizá las exigencias morales de la vida monástica hicieran, por aparente paradoja, más vulnerables a muchos espíritus.

Por aquellas rocas y parajes, pues, se habían movido generaciones de personajes que, por un motivo u otro, habían resuelto pasar los años de su vida de un modo no habitual. Sus sentimientos, pensamientos y anhelos se han desvanecido junto con sus cuerpos. ¿No andarán sus fantasmas por ahí, deseosos quizá de hacerse perceptibles de algún modo? Pero la creencia en los fantasmas es una forma de rebelión, ansiosa y temerosa a un tiempo, contra la evidencia. Aquello pasó, pasó radicalmente, sea eso lo que fuere. Las ruinas, se dice, son evocadoras, pero rara vez he conseguido una evocación clara. A menudo he intentado concentrarme para percibir algo de las tragedias o comedias que se habrán desarrollado en tales lugares, a veces sabiendo algo concreto de tales historias. Buscaba tan solo superar la opacidad de los objetos mediante una sensación intensa del pasado, pero casi siempre he fracasado en el empeño. Al cabo de largos minutos en que el pensamiento va de un lado a otro, uno abandona el lugar: las ruinas solo son ruinas.

Al monasterio de Monfero, bastante kilómetros al norte, llegamos separándonos de la carretera por una trocha suficiente para el automóvil. Caía una nevada impresionante, que cuando llegamos al sitio arreció hasta el punto de que apenas dejaba ver a unos pasos. Me parece que había uno o dos coches más parados junto a la entrada del edificio, poco visibles, como el edificio mismo, pero sin nadie en las proximidades. Apenas intentamos visitar los restos del monasterio, en su mayor parte construido ya en la edad moderna, aunque de origen muy anterior. Paseamos bajo los espesos copos y volvimos a entrar en el coche para disfrutar, refugiados, de la impresión de soledad y aislamiento. El mundo exterior se había desvanecido entre la cortina de nieve, la mancha de los murallones y los árboles se hacía notar difusa, y podíamos sentirnos sin esfuerzo en la edad media. Solo faltaba una violenta ventisca con el aire aullando entre las altas ramas de los robles y los pinos, pero aun sin ello el premio era suficiente.

Fue amainando la nevada, y poco a poco los campos, algunas casas dispersas y la carretera, a alguna distancia, se hicieron presentes con su trivialidad. Emprendimos la retirada. En un cruce de carreteras encontramos un pequeño restaurante donde servían comida gallega, seguramente la de mejor género de España, aun si poco refinada a juicio de los expertos. Era un poco tarde y, debido al mal tiempo, no había más comensales, o al menos no los recuerdo; pero nos sirvieron, y fue un yantar excelente, todavía bajo el encanto de la media jornada transcurrida. Una de esas jornadas que, sin detalles precisos, dejan en la memoria una sensación próxima a la felicidad.

Pío Moa

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