quarta-feira, 2 de julho de 2008

El viento y la roca


Sólo en el cristianismo son posibles historias como ésta. La de dos hombres profundamente distintos, a veces incluso enfrentados, cuya unidad profunda no nace de la simpatía ni de la pertenencia a un "partido". Una unidad sellada definitivamente con la sangre del martirio en la ciudad de Roma.

Pedro, el rudo pescador galileo, abrupto y apasionado, apegado a la tierra de sus padres; Pablo, ciudadano romano, pensador sutil y viajero impenitente hasta los confines del mundo. Dos vidas que habrían transcurrido sin contacto alguno de no ser por el encuentro con Jesús, que los fundió en un abrazo indestructible.

Pablo, el último de los apóstoles, aparecido en escena casi como un aborto, era bien consciente de la singular misión que había recibido del Señor. Y la defendió a capa y espada, sin falsos pudores ni modestias. A él, que había perseguido con saña a la Iglesia de Cristo, le correspondía plantar la semilla de la fe a lo largo de los caminos del mundo, y defenderla de toda posible adulteración o reducción. Y para ello instruye, reprende, aconseja, discute, ríe y llora, se cansa hasta la extenuación. Pero, sobre todo, sabe que cuanto construye sería inútil si no estuviese en comunión con las columnas que el Señor ha puesto para sostener su Iglesia. Y por eso busca a los apóstoles, con Pedro a la cabeza, para exponerles lo que él predica, no sea que fuese a estar corriendo en vano.

Cabe imaginar la sorpresa y hasta el embarazo de Pedro, Santiago, Andrés, Juan y los demás ante aquel ciclón que poco antes les había perseguido, aquel hombre culto, ciudadano romano, amigo de filosofías y lecturas, que ahora se presentaba con tan singular pretensión. No debió de ser fácil abandonar los justificados recelos para darle la mano y confirmar así la verdad de su empeño. Pero los hechos estaban ahí, y Pablo había comenzado ya una carrera que, evidentemente, no era sólo suya. Ciertamente, habría cosas que a Pedro le costaría comprender, cosas que les llevaron a encararse, hasta que, al fin, quien era cabeza de la Iglesia envió al impetuoso Pablo a continuar su misión con el beso de la paz.

Benedicto XVI ha descrito esta historia como el desenvolverse de un abrazo (no siempre fácil) que culminará en Roma con el martirio de ambos apóstoles. Para el Papa, este reencuentro en la Ciudad Eterna no es mera casualidad. Pablo tenía a gala evangelizar sólo donde aún no se hubiera plantado la semilla, pero Roma fue la única excepción. Recalar en aquella comunidad, a la que ya había dirigido una carta que es la mejor síntesis de su anuncio, significaba para él la expresión de la catolicidad de su misión. Aquella dispersión inmensa de comunidades que él había sembrado desde Siria hasta Hispania no era una red informe, sino que tenía un centro, y no principalmente geográfico. Ese centro vital, Pablo lo reconoce en la "fe ejemplar" de la comunidad de Roma.

En cuanto a Pedro, la roca establecida por Jesús para edificar su Iglesia, dejará en manos de Santiago la presidencia de la Iglesia madre de Jerusalén para realizar en Roma el ministerio de la unidad de la única Iglesia de Dios formada por judíos y paganos. Siempre de la mano de Benedicto XVI, entendemos que Pedro deja el terruño al que se sentía tan apegado y se desplaza a la gran metrópolis imperial para crear la "unidad" de la Iglesia "católica". La misión de Pedro y de sus sucesores será siempre "hacer que la Iglesia no se identifique con una nación, con una cultura o con un Estado... que reúna a la humanidad más allá de cualquier frontera, y en medio de las divisiones de este mundo haga presente la paz de Dios, la fuerza reconciliadora de su amor". Una misión que quedará para siempre vinculada a la Iglesia de Roma, y que todos debemos agradecer.

Pedro y Pablo sirvieron a la causa de Cristo con sus diferentes temperamentos y culturas, cada uno en el lugar que el Señor les había asignado dentro del cuerpo eclesial. Como testigos del Evangelio vivo que habían recibido, no buscaron ni tuvieron otro motivo de gloria que no fuese comunicar ese Evangelio a los hombres, conscientes de que era el único fundamento de la esperanza que no defrauda. Más que el elenco de las incontables penalidades y trabajos llevados a cabo al servicio de la misión, a ambos se les examinó del amor: ese amor sobre el que Jesús interrogó tres veces a Pedro a orillas del lago hasta obtener un sí mezclado con lágrimas, ese mismo amor del que nada podía separar a Pablo, ni el hambre, ni la persecución ni la espada. Ese amor que constituye el cemento de la Iglesia y sin el cual todo servicio se vuelve triste y estéril administración.

José Luis Restán

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